viernes, noviembre 22, 2024
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Imágenes urbanas: La ceiba de la discordia

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Por José Luis Barragán Martínez
José Luis Barragán
La ceiba es un árbol muy grande que forma parte del paisaje de Hermosillo, su presencia está por doquier, inclusive hay abarrotes, carnicerías y panaderías que llevan su nombre: “La Ceiba”.
La ceiba es un árbol grueso de ramas frondosas, es un árbol impotente, alto, muy alto.

Crescencio Chávez, “Chencho” para sus amigos, recién que se casó y que se fue a vivir a una colonia nueva en la periferia de la ciudad, plantó una ceiba por fuera del lote donde, con el tiempo, poco a poco dadas sus escasas posibilidades económicas como empleado de maquiladora, construiría su casa, quería en el futuro poder decir: “Vivo en la calle Pinacate, entre Puerto Peñasco y Sonoyta, allí donde veas una ceiba muy grande, la más grande de las ceibas”.




La cuidó mucho, regándola todos los días, le puso alambre y tablas que le servían de protección, la desmontaba.

Corajes al por mayor cuando los niños del barrio jugaban a la pelota y esta corría a esconderse junto al arbolito: “¡Sáquense muchachos latosos o los mando a la cárcel!”, peor cuando los perros se revolcaban o hacían sus necesidades fisiológicas cerca de allí, el colmo cuando las laboriosas hormigas osaban bajar del árbol con su cargamento verde, ahí andaba quemándolas a deshoras de la noche. Por esto y más, el sentimiento vecinal se había desquitado bautizando a este personaje como “Chencho El Camorras”.

El tiempo siguió su curso, vinieron los hijos, se construyó un cuarto, luego otro y otro, luego el barandal y la fachada, una fachada que sobresaliera de las demás del barrio, y la ceiba creciendo, cada vez más inmensa.




La locura estuvo a punto de apoderarse del Camorras cuando una mañana descubrió en el tronco del árbol, marcado al parecer por la punta de una uña, dos corazones atravesados por una flecha donde decía: “Damián y Flor”.

Anduvo enrabiado casa por casa preguntando si conocían a dos jóvenes con tales nombres (porque supuso que se trataba de jóvenes), pero ante su actitud se dio un fenómeno de protección colectiva y nadie soltó la lengua.

Cuando por fin, al cabo de los años y que la casa estaba terminada faltaba el punto final: la banqueta. Chencho se esmeró, poniendo una banqueta que aunque sencilla, de cemento, consideraba única, hermosa, consiguió quién sabe de dónde dos azulejos con colores muy llamativos entre rojo y amarillo, poniendo uno aquí y otro allá. Gran error (después lo reconocería) fue haber puesto dos monedas: Una de diez y otra de veinte pesos, porque luego los niños andaban queriendo despegarlas. Cuando llegaba del trabajo y miraba la banqueta se sentía orgulloso, realizado.




Pero un mal día, “el día del trueno” dijeron los del barrio, El Camorras se dio cuenta que la ceiba, toda hermosura, toda grandeza, había empezado a levantar la banqueta con sus raíces.

Se enojó tanto y pensó tanto en su venganza, que finalmente tomó un cuchillo, el más filoso que encontró y cuidadosamente hizo un surco alrededor del gran tronco, un surco muy profundo.

Estuvo atento a la agonía del árbol, poco a poco sus hojas empezaron a caer, pero un día empezó a reverdecer, investigó y efectivamente, una pequeña vena permitía el paso de la savia de la vida, y nuevamente marcó el surco, ahora más profundo poniéndole además aceite hirviendo.

Observaba día y noche el círculo de la ceiba, el círculo de su vida donde se habían confundido los sentimientos de amor y odio, odio y amor, uno solo.




*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador


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