viernes, noviembre 22, 2024
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Basura celeste: Ni tanto que queme al santo…

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Por Ricardo Solís
Días atrás, alguien me recordó que algunos autores sudamericanos –como ejemplos recientes, baste mencionar a dos colombianos, Juan Gabriel Vásquez o Santiago Gamboa– se han referido a la novela Terra nostra (1975), de Carlos Fuentes, como una obra fundamental para el desarrollo de su propia literatura y de radical importancia en el panorama histórico de la narrativa continental durante la segunda mitad del pasado siglo: un galerón donde podría compartir litera con Paradiso (1966), de Lezama Lima, Rayuela (1962), de Cortázar, o El astillero (1961), de Onetti.

Destaco lo anterior porque, salvo en el ámbito académico, hace bastante que no me topo con algún trabajo ensayístico que aborde dicha novela de Fuentes que, hace poco más de 20 años (como estudiante de la Licenciatura en Letras), tuve la fortuna de leer a pesar del poco entusiasmo que entonces despertó en mí –hacía muy poco que La muerte de Artemio Cruz (1962) o La región más transparente (1958) ya me habían convencido de mejor forma de sus virtudes narrativas– pero, reconozco, me pareció todo menos “mala”.




De hecho, creo, puede que sea visible en exceso la propensión de Fuentes –sobre todo en su última época como escritor– a convertir algunos de sus personajes e historias en elementos activos dentro del escenario de la “historia” con mayúscula (como también ha pretendido Vargas Llosa, con mejor suerte); con todo, aunque Terra nostra viva afectada de esta “pretensión” autoral, lo cierto es que está lejos de ser un fracaso estético, sin que esto signifique que no pueda despertar algún grado de “animadversión” entre quienes la lean (como sucede con cierto sector de narradores jóvenes actuales que denuestan con alegría la escritura de Cortázar), no es raro que otros libros del mexicano registren juicios negativos entre las nuevas generaciones.

La ambición y complejidad que conviven en Terra nostra –pagadas, diría yo, con la obtención de los premios Xavier Villaurrutia (1976) y Rómulo Gallegos (1977)– son apreciables, pero en ocasiones sospecho que no muchos lectores contemporáneos le agradecerían a Fuentes su constante “afán interpretativo” sobre el “encontronazo” cultural del imperio español con las culturas originarias de este continente, así como su futuro devenir histórico y consecuente reelaboración mítica de visiones, deidades, símbolos.




Quizá, desde otra perspectiva, estas cuestiones podían despertar la curiosidad de quienes pasaron su juventud a caballo entre la década de los ochenta y la primera parte de los noventa (y antes, de seguro); el hecho es que, particularmente, la debacle en la apreciación “positiva” de la obra de ciertos autores parece más cíclica que inevitable, menos fundada que con la ilusión de mantenerse sobre los pies de barro que prefiguran modas críticas o relumbrones mediáticos acerca de ciertos escritores (vivos o muertos, hay de todo).

Al final, no quito razón a quienes descreen de la actual narrativa “histórica”, en especial si responde a las características ponderadas hace años por Fuentes o Vargas Llosa; pero, asimismo, sostengo que no todo es basura y mucho de lo que puede ser enriquecedor para cualquiera que guste de leer suele desestimarse con injusta facilidad. En este sentido, bastaría –tal vez– con recordar que los detalles valiosos de cualquier narrativa pueden demandar paciencia y atención, tiempo y distancia para con los gustos caprichosos de la voluntad. ¿Es Carlos Fuentes tan malo como algunos dicen? En mi opinión, no siempre ni del todo.




 

Ricardo Solís (Navojoa, Sonora, 1970). Realizó estudios de Derecho y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Ha colaborado en distintos medios locales y nacionales. Ganador de diferentes premios nacionales de poesía y autor de algunos poemarios. Fue reportero de la sección Cultura para La Jornada Jalisco y El Informador. Actualmente trabaja para el gobierno municipal de Zapopan.


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