jueves, noviembre 21, 2024
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Basura celeste: El cauce del pensamiento

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Por Ricardo Solís
Hace justo una década, terminaba la lectura de una novela titulada La noche de los calígrafos (Siruela, 2005), de la narradora Yasmine Ghata (Francia, 1975); es un breve libro que trata sobre la vida de la calígrafa Rikkat, contada por ella misma después de muerta; algunos comentaristas de su obra calificaban de “dura” la historia, pero en aquel entonces no me lo pareció tanto, más bien la percibí algo sensiblera y efectista, aunque tiene parrafadas fabulosas, lo que no es virtud menor.

Hace unas semanas, por casualidad, volvía a leer la novela y a pesar de que sostengo mis juicios de hace una década, la sensación fue otra, más rotunda y extraña; todo porque retornar a un libro implica enfrentar aquello que en él hemos destacado y “marcado” por diferentes motivos y, de manera natural tal vez, los párrafos cuya belleza me animó respondieron a circunstancias personales que, huelga decir, siempre son “riesgosas” cuando leemos.




Lo que quiero explicar, así sea inútilmente, es que la lectura nunca es un proceso inocuo y el lector jamás es “inocente” de cara a los libros. De este modo, cito un breve fragmento (justo cuando, ya vieja, la protagonista se entera de la muerte de uno de sus hijos): “¿Qué hacer de esas escrituras que no me devolverán a mi hijo? ¿Qué hacer con un Dios que utiliza mi mano para escribir su aliento? Además, mis dedos queman al contacto con mis instrumentos. Habiéndose vuelto rígidos bruscamente, murieron a la vez que mi hijo, sólo resta enterrarlos”.

Rikkat, en ese momento a que alude la escritura, sabe que “algo” en ella ha muerto al saber que su propio hijo ha fallecido, la rigidez y la sensación de quemadura que siente, no puede negarlo, le impedirán llevar a cabo su labor de toda la vida, lo que ha dado sentido a lo que es: escribir. Y es imposible pedir que no se vea afectada por un deceso, se trata de su hijo, por eso su pena y sufrimiento nos parecen lógicos y, ante todo, verdaderos.




Pero ahí no acaba la escena. Ghata apunta lo que nota la calígrafa en el instante posterior: “Agotada de llamar, mi hermana acabó forzando la puerta. Con su aliento barriéndome la nuca, se adueña de mi mano, desliza un cálamo entre mis dedos, lo guía sobre la página”. Y eso no es todo, pues en esa intención de obligarla a continuar, le ordena: “Escribe, Rikkat, sólo te salvará la escritura”.

Se puede o no estar de acuerdo con la idea, muy sobada ya, de que la escritura “salva” (a eso nos han acostumbrado muchos narradores mediocres); sin embargo, aquí no se trata de un alegato o una justificación sino de un apremio que conmina a la hermana de la protagonista para, de alguna forma, paliar el dolor –uno de los más concretos que existen– que Rikkat siente y la inmoviliza. Detrás de ese esfuerzo hay amor, por ridículo que eso suene a muchos lectores.




La que cito no es siquiera la mejor parte de la novela, pero sospecho que en estos días me hacía falta leer algo así. Y ocurrió. No puedo más que coincidir con la persona que, en estos días, me recordó que el dolor es “el cauce del pensamiento” (y se lo he agradecido sin decirle, porque también lo creo, como otros que lo dicen de mejor modo) y me dispongo a seguir leyendo otra cosa. Tristemente, ciertos libros concluyen justo cuando no queremos que así sea.




 

Ricardo Solís (Navojoa, Sonora, 1970). Realizó estudios de Derecho y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Ha colaborado en distintos medios locales y nacionales. Ganador de diferentes premios nacionales de poesía y autor de algunos poemarios. Fue reportero de la sección Cultura para La Jornada Jalisco y El Informador. Actualmente trabaja para el gobierno municipal de Zapopan.


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