viernes, noviembre 22, 2024
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La Perinola: Mientras la muerte

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Por Álex Ramírez-Arballo
Álex Ramírez-Arballo
Soy, como lo digo siempre a la menor provocación, un enemigo jurado de las nostalgias. No creo en una vida que se contiene a sí misma porque no puede liberarse del pasado o de lo que cree es el pasado. ¿Que el pasado es mejor siempre? Pues no lo sé, no estoy seguro; tal vez quienes afirman esto lo hacen porque ya han acumulado años y han perdido los privilegios de los más jóvenes: esperanza, vitalidad, salud, etc. De lo que sí estoy seguro es de que la memoria es una escritora de ficciones dulzonas que todos, y eso claramente me incluye a mí, terminamos por considerar ciertas. Es manifiestamente más placentero mirar los días que se han ido y contemplar con indulgencia lo que según nosotros hemos sido, que mirar hacia adelante y ver el toro venir sin saber bien a bien cómo capotearlo. Quien piensa constantemente en el futuro está condenado a anticipar dolores, pero también a vivir con mayor prudencia y señorío de sí mismo. Si como especie seguimos pataleando en este mundo es porque muchos han tenido las agallas de imaginar futuros posibles y poner manos a la obra.

Sucede que muchos son los que temen mirar de frente el mañana porque saben que sus días se están terminando y nada los espera más que ese misterio cálido que es la muerte; esto es comprensible y a nadie se le ha de pedir aquí una actitud estoica, pero la verdad es que la mortalidad es consubstancial a la vida y sin la temporalidad de nuestra experiencia humana, el mundo no sería posible, ni el placer, ni el amor, ni los sueños impalpables de la poesía. Es una discusión algo adolescente y enternecedora a la que no poco viejos se abocan asumiendo un talante sapiencial que encubre un alma cobarde y confundida.

Vivir es una apuesta cotidiana que el tiempo avala o contraviene. Lo que creemos ahora bien puede quebrantarse mañana; a las alegrías de este día le vienen los dolores incurables del porvenir. Es así. La naturaleza deleznable de nuestro cuerpo y mente debería ser una certeza habitual, una afirmación sensata en lo que somos y lo que no podemos ser. Caminamos todos a una segura extinción.

Dicho todo lo anterior, quien lea esto podrá sentirse tentado a juzgarme de fatalista, pero nada más lejos de la realidad. Diría más bien todo lo contrario, soy un espíritu que atiza día a día las llamas de un entusiasmo trágico. Somos para la muerte, sí, es verdad, pero también para la vida, y en esto de vivir cada segundo cuenta, cada idea y palabra, cada fugaz instante que atravesamos es un paraíso propio. Entender esto es liberador porque nos separa de la obligación de ser, de comparecer y responder ante nada que no sea nuestra propia conciencia. El trabajo más arduo y necesario para cada uno de los hombres que habitamos este planeta es el de la defensa radical de nuestra autonomía.

Soy yo y también soy los demás. Pertenezco a un círculo de humanidad bruta que no cesa de girar, de hacerse y deshacerse, de rodar por los espacios infinitos a bordo de una piedrecilla azulada. Si amo lo que soy, la irreductible singularidad que es mi vida, es porque sé que en el debe y el haber de nuestra sociedad no hago falta; la dignidad humana, no lo olvidemos, descansa sobre la gratuidad de nuestra existencia. Ser libre es poder quedarse inmóvil si así nos place. Sobre este principio universal deberíamos construir el mundo de las cosas humanas. Solo cuando cobramos conciencia plena de nuestra libertad es que podemos ser partes dignas de la fiesta que es la vida. Yo quiero vivir y morir sin llevar sobre mí el peso de un compromiso impuesto por las fuerzas invisibles de la costumbre: la culpa, la vergüenza, el prejuicio y otras tantas cadenas metafísica con las que nos atan al horror de la servidumbre.

Todos vamos a morir, pero son pocos los que lo harán siendo conscientes de haber vivido hasta los tuétanos ese milagro sin explicación que es abrir los ojos y saber que somos algo delante de algo más grande que nosotros y de todos los que han sido. Vivir es participar, estar, actuar sin esperar, poner un pie en la tierra y dejar la huella que estará cuando nosotros ya no estemos. Esta es una verdad inmutable y universal, nos guste o no. La brevedad es la condición natural de nuestra existencia.

Entonces, pues, si creemos en todo lo que he dicho, la vida no puede ser otra cosa que una fiesta interminable, una sumatoria de prodigios, una algarabía constante en la que todo, absolutamente todo es motivo para la estupefacción y el delirio.

Mientras la muerte reclama lo que es suyo, tenemos lo nuestro, la infinita felicidad de perdurar, el goce luminoso y santificador de rendirnos ante la inagotable rueda de demoliciones y renacimientos que nos rodean. Es en vano querer más de lo debido. Somos y luego ya no seremos, y está bien que sea así, es la única manera de ser para siempre, hasta que el sol se ponga y seamos eco de vida, luego silencio irremediable.




 

Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com


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