La Perinola: ¿Hay futuro?
Por Álex Ramírez-Arballo
El mercado ha determinado que es temporada de sombras. Basta echar un vistazo a las novedades en las librerías para darnos cuentas de que lo de hoy es el apocalipsis: todo lo que hemos conocido está llamado a perecer abruptamente para dar paso a no sé que extrañas formas del desamparo social; que nadie se engañe a sí mismo en estas horas del llanto y el crujir de dientes. Es lo que hay. Según estos señores no debería quedarnos ninguna duda, hemos sido creados para la muerte. Pero las cosas nunca han sido tan fáciles, ¿verdad? Ojalá todo fuera como cerrar los ojos para siempre, pero ¡qué va!, el mercado ha determinado que se requiere más, mucho más; de lo que se precisa es de esa espantosa forma de muerte en vida que conocemos vulgarmente como miedo, que no es otra cosa que la conciencia plena de nuestra fragilidad de cara las hostilidades inagotables de la realidad. Todo está perdido. De esto se trata esta andanada comercial de los profetas de las derrotas definitivas. Si es que esta ola tan prolongada y a mi juicio intensa ha durado tanto debe ser porque las máquinas registradoras no dejan de sonar en las librerías del mundo. El derrotismo vende y aquí de lo que se trata es de ensanchar la cuenta corriente.
Ciertamente estas tendencias apocalípticas parten de hechos históricos concretos: el auge del nacionalismo, el populismo rampante, la demagogia, la pandemia y sus devastadoras consecuencias económicas; es verdad que los acontecimientos que vamos atravesando no dan para el entusiasmo y no se necesita ser un lumbreras para darse cuenta de ello. Todo eso es auténtico, está ahí, es inobjetable. Sin embargo, no basta para “cancelar” todo futuro, para creer que es la hora de abandonar el barco ante el inminente desastre. El miedo nos vuelve tontos y es cosa común que, bajo los influjos de un susto sostenido a dosis precisas y cotidianas, el ser humano actúe con la invalidez patosa del borracho. La sutileza y el discernimiento son hijos de la calma interior. Ahora mismo y con la que está cayendo, la serenidad es un acto revolucionario (¡qué odiosa palabra!).
Yo soy hijo de los años noventa. Esto lo dice todo: cobré conciencia del mundo, es decir, me volví adolescente en esos años luminosos en los que la pesadilla del muro y sus centinelas comunistas se venía abajo y delante de nosotros se abría la posibilidad material de un proceso globalizador económico y cultural que solo daba para un optimismo radical. La guerra fría había terminado y el mundo se encaminaba, o al menos eso es lo que nos repetían una y otra vez los diarios, hacia el establecimiento de un orden planetario democrático y liberal. Se trataba de la coronación de la historia: todos los siglos habían sido necesarios para alcanzar ese momento en que las redes del comercio y la comunicación habrían necesariamente de provocar un entendimiento colaborativo sobre el que fundaríamos una era nueva, los mil años de paz y prosperidad postnacionalista. La nueva república era redonda como un balón de futbol.
Pero nunca es el camino fácil para el hombre. La llegada del nuevo milenio nos trajo la irrupción de la carnicería integrista, el odio teledirigido, la guerra sin final tras la toma de Bagdad y, como corolario de las turbulencias novomilenarias, la gran recesión del 2008. Pude ver con mis propios ojos las turbas que insistían en “ocupar” aquellos recintos considerados odiosos, simbólicos y materiales en su razón de ser la causa de todos nuestros males. Si los adolescentes de mi generación quisimos creer con todas nuestras fuerzas en la disolución de las fronteras, los millennials encarnaban una nostalgia infame que pedía a gritos volver a las banderas, las etiquetas, la identidad, los guetos culturales, el esencialismo tribal y la moral nominalmente unívoca de las nuevas inquisiciones telemáticas. Sus ansias de ocupación eran totales. Aspiraban a conquistar todos los espacios de la cultura estableciendo un solo camino o la muerte; me percaté con asombro y terror a partes iguales que el paradigma mestizo de mi generación era suplantado por un apetito confrontacional que se condensaba en la academia y que poco a poco iba multiplicándose como la lepra en las recién nacidas redes sociales.
Yo, que me sentía revestido de posibilidades prometeicas a mis 18, contemplé con horror en mi adultez el advenimiento de los nuevos jóvenes, quienes mostraban una indigna vocación de víctimas: no buscaban vencer y convencer, querían saciar su enferma necesidad de misericordia; no buscaban el saludable debate sino la pura indecencia del chantaje emocional. De aquellos polvos, pues, vienen estos lodos.
¿Fuimos demasiado ingenuos?, sin duda. ¿Estábamos equivocados?, claramente no. Quiero decir que nuestras aspiraciones eran correctas, pero nuestro entusiasmo nubló nuestro entendimiento (perdonadme el mayestático, que así suena mejor). La hiperconectividad y el furor de las tecnologías de comunicación e información no derivaron en una suerte de Alejandría virtual, sino en el horror de una realidad suplantada a la Baudrillard, un palacio de espejos en cuyas cámaras concéntricas el eco antecede a la voz y la verdad es cualquier cosa que uno quiera que sea. El mundo es un campo minado y los señores de la confusión han hecho del debate público una madeja sin solución posible: ganan los intereses de los poderosos, pierden los esfuerzos individuales; prevalece el furor de los rebaños, perece heroicamente la dignidad personal.
Nuestro deber ahora es recordar, pero sin darnos el lujo de los espíritus nostálgicos. Recuperar el camino. Debemos recordar para enmendar prudencialmente, para corregir y contender contra quienes quieren clausurar un futuro posible para todos. Debemos recuperar en palabras y acción el paradigma de la unidad diversa, la globalidad como destino cultural y económico, el principio universal de la ley, el suelo común de una democracia que no se funda en la defensa del capricho sino en la prudente convocación de lo diverso. Lo diré de una manera algo pedante aunque necesaria: debemos defender la metafísica implícita en el ideal del progreso. El debilitamiento ontológico promovido por los extremistas culturales posmodernos ha devenido en flacidez intelectual y derrota ética. No es casualidad que ante una civilización postrada se yergan los monstruos de siempre: la tiranía política, la confusión psíquica y la desesperanza del espíritu.
¿No hay futuro? Lo habrá si somos capaces de combatir el “relato hegemónico” que se nos ha impuesto como verdad incuestionable y que no es otra cosa que el repugnante pensamiento determinista. Lo habrá si nos volvemos conscientes de la importancia absoluta de la libertad y las instituciones civiles que se han encargado de defenderla dentro de nuestras más nobles tradiciones democráticas. Lo habrá si los que ya nos hemos vuelto mayores recordamos el furor pasado y lo colocamos solidariamente al servicio del porvenir. Lo habrá si dejamos de escribir desde el miedo y para el miedo, usufructuando ese ilimitado pozo de engaños que son las emociones, como hoy lo hacen los oportunistas editoriales. Lo habrá si sabemos desembarazarnos de los complejos endilgados por quienes a contrapelo de la historia buscan defender sus cotos de absurdo y tontería. Lo habrá si sabemos salir a la calle todos los días a desenmascarar embaucadores políticos y académicos. Lo habrá, pues, para no hacer muy largo todo esto, si aun quedan ciudadanos con un mínimo de vergüenza entre nosotros. Que Dios así lo quiera.
Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com