De mente abierta y lengua grande: El veliz de la Coti
Chef Juan Angel | @chefjuanangel
En su mano derecha colgaba un pequeño veliz de plástico color rojo, lo sostenía con seguridad y mucho equilibrio para evitar golpear el frágil contenido; sus chanclas llenas de polvo casi alcanzaban el final de la cuesta, donde se encontraba la escuela primaria.
A las ocho y cinco de la mañana, ya estaba sentada en el mesa banco junto a Rosa María, su compañera de pupitre. En el compartimento del pequeño y astillado mueblecito de madera con varias capas de pintura verde y patas de fierro, se encontraba el codiciado veliz escarlata.
Mientras la profesora Toña borraba el pizarrón, “El Cócori” y Ramón Ángel esparcían chiltepines molidos con pimienta a los pies del escritorio de la maestra, quien al sentarse empezó a toser y estornudar con tal fuerza que desató las risas de todos los pupilos. Aprovechando la escena, Ramón Ángel retiró el veliz del mesa-banco y mientras lo escondía detrás de él, le jaló una trenza a Coti, ella, conociendo sus mañas le pidió el maletín; Ramón Ángel salió corriendo y mientras saltaba de fila en fila, abrió la caja y retiró 2 envoltorios de papel estraza.
Una tarde antes, Catalina había preparado la hornilla con bastantes brazas para generar el calor necesario que aguantara las 5 charolas repletas de aros de masa elaborada con harina de “maíz blando” (maíz blanco deshidratado al sol, desgranado, molido en una tauna movida por un burro y finalmente cernida); cuando la noche había caído, se contaban decenas de envoltorios sobre la mesa del comedor, y otros más eran envueltos con las manos cansadas de Catalina, a la luz de una lámpara de petróleo.
En la escuela, mientras la maestra se reponía de la fuerte enchilada nasal, Coti ya había recuperado el veliz, pero con dos envoltorios menos; igual a 50 centavos. Los 8 biscochuelos de maíz blando que se había comido Ramón Angel tenían ese valor. La Coti los vendía durante el recreo a sus clientes frecuentes: Nachita, Martha, María Jesús y Nacho, entre otros; quienes esperaban durante el verano las deliciosas galletas de Catalina, mientras que en invierno, ofrecía pirulines de azúcar con jugo de limón.
Con lágrima en los ojos, mi mamá narró esa historia el lunes por la tarde, después de recibir una llamada que la enteró del fallecimiento de Ramón Ángel, el ladrón de bizcochuelos, quien por más de 50 años fue su amigo, el mismo que le adjudicó el apodo de “Coti”, y a pesar de los años, la seguía molestando en misa desde la banca trasera. Ramón Ángel murió a causa de COVID, dejó una familia y muchos amigos desconsolados, saboreó cientos de bizcochuelos y pirulines que pagó a mi madre con su amistad y harto cariño; eso, entre otras cosas, fue lo que se llevó a la tumba: el disfrute de la comida, uno de los más grandes placeres de la vida que hemos descubierto con ahínco durante esta contingencia. Y es que al final de cuentas, son pocas las cosas que llevaremos a la tumba, una de ellas, es la comida.
DEP Ramón Ángel Silva Peñúñuri.
Chef Juan Angel – Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.