viernes, noviembre 22, 2024
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La Perinola: ¿Quién llorará a los muertos?

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Por Álex Ramírez-Arballo
Álex Ramírez-Arballo
La realidad nos ha alcanzado de tal manera y con tal rapidez que no nos hemos percatado todavía de lo que estamos viviendo. El ser humano es reacio a los cambios, sobre todo cuando estos suceden con la rapidez y la extensión (planetaria) de los eventos que hemos vivido -y padecido- durante el último año: las consecuencias económicas, sociales y existenciales de la pandemia todavía están por verse, aunque no es preciso ser un sabio para suponer que los años que vienen se nos echan encima como la más oscura de las noches. En el caso de México la tragedia de una enfermedad tan contagiosa y letal como el Covid-19 se ve amplificada por la inoperancia de una administración empantanada por las enormes incapacidades administrativas que la caracterizan, sobre todo porque ha cometido desde el comienzo un error fatal: ha suplantado la realidad, la ha moldeado en virtud de los febriles deseos de un presidente obsesionado consigo mismo, incapaz de ejercer el más mínimo asomo de autocrítica hacia su persona y el deforme movimiento que ha devenido de sus testarudeces políticas. Lo que hubiera sido un asunto serio, el hecho de que un país tenga un presidente indolente, con el arribo de esta pestilencia se ha convertido en una situación trágica y sangrante. A esta hora los miles de muertos, que según algunos cálculos basados en el excedente de defunciones, serían cerca de 400,000, se acumulan sobre la plancha del Zócalo, mientras el mentecato de Palacio pulsa su lira demagógica y degusta sus muy vernáculas viandas encharcadas de manteca. Son cientos de miles los que ahora lloran, pero los segundones de la corte siempre aplauden.

Este maldito gobierno criminal se nutre, hay que decirlo también, de una sociedad caracterizada por el desprecio ancestral a la organización y el trabajo de conjunto. No existe en México una idea clara de país. La historia nacional avanza (es un decir) movilizada siempre por impulsos, jamás por estrategias. Prisioneros del pasado, los mexicanos asumen el presente como un castigo perpetuo, la funesta consecuencia de haber perdido un paraíso imaginario edades atrás, antes de todos los tiempos; por eso, mientras llega el olvido (o la muerte), la vida ha de ser una suerte de abandono, un puro dejarse llevar por la corriente caprichosa de las circunstancias. En el caso de la pandemia esto no puede ser más evidente: amplios sectores de la ciudadanía reproducen el desdén y la temeridad culposa de sus líderes políticos, sin que asome indicio alguno de conciencia personal y comunitaria. La falta de solidaridad y la incapacidad para la empatía cunden transversalmente, difundiendo el veneno del egoísmo y la desgana. Una sociedad sin compromisos trascedentes, como la mexicana, estará condenada siempre a la improvisación y el desastre.

Las naciones son el resultado de pactos políticos realizados y revalidados a lo largo del tiempo. Un país no puede mantenerse en pie sin esas alianzas sociales que dan sentido histórico e impulso existencial a las grandes comunidades que han decidido constituirse en torno a un objetivo compartido; traicionar esta asociación es cerrar toda puerta al futuro. La epidemia ha puesto de manifiesto precisamente la precariedad de estos vínculos nacionales; el “sálvese quien pueda” ha sustituido la proverbial “solidaridad nacional” propagada tantas veces por voceros sentimentales cuando el país ha enfrentado otras tragedias. Esta vez es diferente, como si un terremoto se impusiera con más fuerza porque su presencia es evidente en sí misma, a diferencia de una epidemia, que se parapeta en su invisibilidad maligna. Las calles llenas de gente son la evidencia del descuido mortal de millones de personas que son incapaces de calcular las consecuencias de semejante insensatez. Los administradores nacionales no hacen lo que deben hacer, la sociedad en general secunda el mismo desvarío y la consecuencia es una espeluznante cifra de defunciones; nadie parece ser el responsable de esta pila de cadáveres. Ahora mismo México no es sino un amasijo de condenados, una nación desarticulada y sin rumbo, poblada de héroes y villanos imaginarios que de nada sirven ante el embate de una realidad tan dura como esta. México es una nación desarticulada cuya pobreza no es la carencia de recursos, sino la fatalidad de vivir sin el entusiasmo y la vehemencia proactiva que ha sido siempre el motor de los Estados más prósperos de este mundo. Aquí pagan justos por pecadores, como suele decirse, por eso no puedo sacarme de la mente a los mexicanos de ese otro México, el país nonato, subyugado por las inercias de una masa infame; me refiero a quienes tienen ciertamente claridad de miras, voluntad y afanes de construir, pero que lamentablemente han tenido hasta el día de hoy la mala fortuna de tener que levantarse cada día para ver por la ventana una y otra vez la misma e incurable desventura: un amasijo de somnolencia y desolación a partes iguales. El entusiasmo no ha sido capaz de echar raíces profundas en estas tierras.

¿Quién llorará a los muertos?, me pregunto muchas veces a lo largo de un día. Sus familias, sin duda, pero muy pocos más, porque la empatía ha sido suplantada por un individualismo feroz y estúpido que nos condena a todos por igual. Cada muerto es un conjunto de posibilidades que se han perdido para siempre, y esto es algo que no queremos pensar. Sentir con el que sufre nos vuelve trascendente y nos otorga un sentido vital a todos; quienes renuncian a este principio moral no pueden ser capaces de construir un país poderoso y robusto. El futuro no es algo dado, es algo que se construye con las manos. Los problemas, como parece creer el presidente, no son algo que se resuelva solo, es menester analizarlos bajo la luz de la razón para encontrar la manera de solucionarlos; un verdadero líder es quien da un paso al frente y asume la realidad como es y no como quisiera que fuera; un líder auténtico convoca la fuerza de sus compatriotas para enfrentar a los enemigos que sea necesario derrotar, un líder de verdad no piensa en sí mismo solamente sino en sí mismo entre los demás, con los demás.

¿Quién llorará a los muertos?, me pregunto por última vez. No lo sé, lo que sí sé es que ahora mismo estoy sintiendo unas ganas enormes de llorar por los vivos.




 

Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com


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