La perinola: Fracasé rotundamente, he sido feliz
Por Álex Ramírez-Arballo
Como todo ser humano de mi edad, arrastro una larga cadena de frustraciones, sueños diferidos, ilusiones rotas u olvidadas, es decir, un inventario de personales y minúsculas tragedias que nos han dejado cicatrices en esa carne invisible que los teólogos llaman espíritu. El otro día, la semana pasada, me parece, me puse a pensar antes de dormir y me hice esta pregunta: ¿Cuál es mi más sonoro fracaso? Le estuve dando vueltas hasta que llegué a una conclusión inapelable: quise con desesperación ser un espíritu trágico pero la vida, que suele tener en muy poco nuestra opinión, me mandó por otros rumbos más luminosos y, ahora lo entiendo, mucho más verdaderos que los gimoteos de un falso suicida. Me lancé al abismo pero en la caída brotó en mis espaldas un par de espléndidas alas.
En lugar de haber nacido en un hogar postrado por la catástrofe, tuve una familia normal, llena de defectos y virtudes, en la que aprendí dos cosas muy valiosas y hasta cierto punto adversarias: guardar silencio y jugar con las palabras. En lugar de la marginación y la soledad, tuve amigos normales, gente como yo, elemental hasta lo imposible, con quienes devoré la infancia a dentelladas vehementes, casi grotescas. Luego llegaron los años del primer ardor y yo busqué obstinadamente la repulsa de las mujeres, pero Dios o la Vida, como dicen los creyentes pudorosos, me castigó con una larga lista de éxitos erótico-afectivos que se prolongaron más allá de lo que hubiera sido prudente imaginar: a los nueve años vi a una niña a contraluz sentada en su pupitre, leyendo un libro, en mi salón de clases: se llamaba Karla y supe por ella que había encontrado mi verdadera patria. Después me perdí en la selva de la adolescencia, donde esperé encontrar la muerte o la locura, pero nada malo pasó, todo lo contrario: fueron años de maduración y alegría infinita. En la secundaria había un bully terrible, una bestia que iba en mi salón de clases. Por alguna extraña razón el tipo se hizo mi amigo y celebraba a carcajadas todo lo que yo decía; por esos años me entretenía por las tardes inventando apodos y diseminando masivamente rumores infames: no quiero ni imaginar de lo que hubiera sido capaz si en ese momento hubieran existido las redes sociales. El bully me decía siempre ahogado de la risa: “Pinche gordo, ¿de dónde sacas tanta pendejada?”
Luego vino la juventud primera y los libros -y mis libros- y el amor real y el matrimonio y la vida entera, con sus paraísos y sus batallas, pero eso no tiene la menor importancia en esta nota. Para entonces me había dado cuenta de que mis fantasías más oscuras no se realizaron nunca, que el dolor ansiado me fue esquivo, que el desesperado dramatismo a lo Sturm und Drang había quedado en nada; a donde quiera que iba me perseguía una sombra amiga: la esperanza.
Fracasé rotundamente, pues, he sido feliz. Sigo construyendo imágenes que brotan de esa sustancia indefinible que somos todos y que en los escritores deviene en materias verbales, en formas asimilables a la página. Esto me basta. A veces me asombro de la persistencia mía en un oficio tan infame y tan necesario para la salvación terrenal de mi alma, entonces me acuerdo del bully, que se llamaba Ricardo, y me hago la misma pregunta: ¿de dónde diablos sale tanta pendejada? No lo sé y sinceramente no creo que tenga la menor importancia.
Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com