De mente abierta y lengua grande: El oro verde
Chef Juan Angel | @chefjuanangel
Sin necesidad de lámparas, en medio de la oscuridad, “La Chu” y “El Tío” cabalgaban guiados por el instinto de dos viejos caballos que seguían una vereda rodeada de garambullos, papachis y algunas ramas espinosas que a su paso despertaban con tremendos golpes en la cara a tan madrugadores cabalgantes.
-¡Chuu, no se te olviden los huevos pa’l camino!-
Desde las 4 de la mañana, la joven pareja se preparaba para emprender un viaje que los llenaría de riqueza, incluso a sus familiares, amigos y vecinos. Era septiembre de 1950, en la cabeza de la silla de montar enganchaban un morral fabricado de lona, dentro de él llevaban además de los huevos, unos burritos de frijoles y dos cebollas moradas para acompañar. La travesía duraba 8 horas, solamente era interrumpida para beber agua cuando se atravesaba un arroyo o para pelar los huevos y comerlos a mordidas intercaladas con la cebolla; los burritos estaban reservados para el destino final: Husabra, una pequeña comunidad enclavada en la sierra sonorense dentro de los límites de la Capital del Mundo: San Pedro de la Cueva, la cabecera municipal.
Después de algunos días de trabajar en la ordeña, haciendo quesos y preparando bacanora, se llegaba el momento de regresar a la cabecera, ese era el día más importante: muy temprano empacaban lo necesario en el morral y emprendían el viaje; ahora las paradas no estaban marcadas por la sed, sino por la férrea necesidad de todo mexicano: enchilarse.
-¡Mira Chu, allá se divisa una mata bien dada, vamos a bajarnos!-
Detrás de unos matorrales, debajo de un mezquite, estaba un arbusto de 2 metros cargado de pequeñas perlitas de un verde brillante e intenso -¡Jesús (“El Tío”), aquí te va la hoz!- dijo “La Chu” mientras le pasaba el filoso artefacto que deslizó entre las ramas de aquella planta de chiltepín, mientras ella las metía dentro de un costal. Después de llenar un par, los ataban, uno a cada costado de la silla de montar, con los tientos (una tiras de vaqueta sujetas a la silla de montar).
Ya en casa, “La Chu” tomaba asiento debajo de un árbol de limas y retiraba chiltepín por chiltepín de las ramas que aún estaban frescas, al final reservaba un mazo, lo amarraba con hilo de cáñamo y lo colocaba debajo del zarso en la cocina, para tener chiltepines frescos al alcance para acompañar un plato de frijoles caldosos.
Una parte del oro verde era envasado en frascos de vidrio –Jesús, ¡pásame los frascos que me trajo la Carmelita de Maro cuando vino del otro lado!- Cada uno era llenado con chiltepines verdes, ajo, orégano y vinagre de manzana de la Chonita de Pascual, una mujer que por años lo preparó y vendió en el pueblo; después, “La Chu” le ponía un trozo de hule al frasco encima la tapadera, y a los 4 días ya estaban listos.
El resto de los chiltepines eran deshidratados; quitaban tapa y base a un tambo de 200 litros, tomaban la lámina, la extendían a marrazos y perforaban con un clavo. Vaciaban encima las perlitas verdes para secarlas entre sol y sombra para que tomaran su color rojo característico.
Pasados los días, “La Chu” regalaba un par de frascos e intercambiaba otros por huevos, frijol o trigo. El ahora llamado oro rojo, antes era verde, un oro verde cuya riqueza no residía en la venta de chiltepín deshidratado, sino en la grata y picante experiencia de compartirlo y disfrutarlo junto a un plato de comida.
Chef Juan Angel – Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.