Luces y sombras: Escribo para que me quieran más mis amigos
Por: Armando Zamora
Es curioso cómo en un país donde desde hace años se asegura con los pelos en la mano que no tenemos el hábito de la lectura (es decir, en lenguaje científicamente perruno: que llanamente no leemos ni en defensa propia), los medios de información (y también, obviamente, los de comunicación, más el 95% de los medios, que son de desinformación) intenten manipular a la sociedad como si fuera un mercado enclenque que se supone muchedumbre cautiva de una opinión pública raquítica y ratonera, que sigue siendo más pública que “opinativa”, si se me permite el palabro.
El caso del periodismo escrito es patético por paradójico, pues (si es cierto, como lo es, que la práctica se realiza para que llegue a manos de la mucha ciudadanía) la gente que no lee, simplemente no lee “ni siquiera el cheque que le dan de domingo”, como decía mi buen amigo José Ángel Calderón; y la gente que lee, la que tiene el hábito que conlleva reflexión y mesura, llanamente no le cree a los columnistas (incluido este lento amargo animal que soy, que siempre he sido) ni la O por lo redondo por innúmeras razones que no enlistaré aquí, pero que se resumen en la apreciación colectiva (rancherona, si se quiere, pero igualmente válida) de que todos los medios y los periodistas son una bola de vendidos, con lo cual la opinión pública queda en calidad de trapito de bajar la olla. Así de triste.
No pretendo dar clases de periodismo (¡dios me liebre siendo chucho!), pero según R. González Ibarra, la opinión pública habrá de entenderse como ese juicio o punto de vista que se hace público a través de algún medio de comunicación de masas y que expresa el sentir y el interés de un sector de la sociedad, ya sea que se trate de un grupo de poder político o económico o de alguna fracción más atomizada dentro de la sociedad.
En este sentido, la opinión pública expresa el sentir de un sector de la sociedad, su diagnóstico acerca de una cuestión sustantiva que, a su juicio, requiere ser atendida por el público; pero también expresa los intereses que se pueden adjudicar al sector que publicita esta opinión.
Así, quien emite una opinión acerca de algún tema y lo coloca en la agenda pública (para lograr un interés individual, grupal o social), pone de manifiesto cierta intencionalidad que pretende generar en la sociedad un marco de interpretación tendiente a la movilización de los recursos económicos, políticos y sociales en el sentido que detenta la propia enunciación.
De esta suerte, no podemos aislar a la opinión pública del nivel pragmático de la propia anunciación: al opinar sobre un acontecimiento, sobre alguna decisión gubernamental, sobre algún problema social, quien emite dicho juicio espera generar una disposición para la acción que se orienta por el sentido de la opinión vertida.
Bueno, lo anterior es rollo académico para decir que lo que se espera es que lo que digan los especialistas (o no) debería tener impacto en la sociedad y esperar que ésta, a su vez, actúe como lo que es: una sociedad, un conglomerado que espera una mejor calidad de vida, y que, por lo tanto, abrace esas opiniones y se ponga en movimiento. Y esto no sólo aplica para exigir que el equipo de beisbol le eche ganas, que eso sería lo de menos en un momento de crisis como la que vivimos.
Por su parte, y al respecto, mi comadre Noelle-Neumann ha desarrollado ampliamente la hipótesis de la ‘Espiral del Silencio’. Para ella, la opinión pública es definida como esa especie de censura que se observa a través del control social que de manera natural todos los individuos de una sociedad tienden a reconocer intuitivamente. Su teoría se basa en la idea del miedo al aislamiento social en el marco de una sociedad que castiga a los individuos que no piensan como la mayoría.
De esta manera, según la Noelle, quienes se sienten portadores de opiniones discrepantes de las mayorías tenderán, por la presión social del miedo, a sentirse aislados o en choque con lo mayoritario bien visto, a silenciar sus verdaderas opiniones, favoreciendo así la impresión de que los que opinan son mayoría, de que su preponderancia social es incluso más extensa de la existente en realidad.
A la inversa, los minoritarios se sentirán más aislados de lo que verdaderamente están y esto irá creando un proceso en espiral: las personas de convicciones menos firmes o más indecisas irán adoptando con más facilidad las tesis de moda y la consideración social de las opiniones minoritarias será cada vez más escasa.
Todas estas reflexiones me asaltan como pandilla de cholos malditones porque después de revisar un día si y otro también las diferentes maneras que tienen los comunicadores locales de darnos las “buenas nuevas”, he llegado a un nivel de hartazgo que me ha impulsado a cerrar la puerta de las dos neuronas que más o menos me funcionan y dejarlas que floten en un vacío peor que el que nos mostró la película Gravity (Sandra Bullock incluida, por su puesto y por supuesto).
Ciertamente, el libre albedrío existe, como dios, y, como Él, se manifiesta de manera inescrutable, así que no parece extraño que algunos columnistas, lectores de noticias (que son la triste mayoría), opinadores epidérmicos y reporteros degradados a conductores de programas radiales tengan un público y varios seguidores fugaces a través del pajarito y del feisbuc.
Desde hace mucho tiempo los programas de noticias y los columnistas mercenarios se han vuelto un eco mediocre que no refleja sino parcialmente la realidad. Con respetables excepciones, tanto columnistas como programas noticiosos se dedican a negociar la lectura de boletines y a repetirlos exactamente igual en todos los programas, sin cambiarle una coma. (Deja tú la coma: ni siquiera algún error que venga de origen). Los programas locales de investigación, aquellos que alguna vez se preocuparon por ofrecer algo diferente o por emitir opiniones que tocaran aspectos escondidos más allá de lo superficial, prácticamente han desaparecido.
Al escuchar a los diferentes comunicadores que utilizan las mismas palabras al dar una noticia, o a los columnistas podridos escribir lo mismo, la ciudadanía se queda como pensando si aquello será una sospechosa coincidencia o si de al tiro nuestros especímenes del periodismo región cuatro recibirán línea.
Habrá quien diga, en una tímida defensa, que no (por supuesto que no), que nuestros periodistas comunican una misma realidad, por eso son tan diferentes pero tan iguales sus trabajos, “y como nuestro lenguaje es más bien parco, además nos sabemos las mismas veintidós gastadas palabras, y utilizamos mal los puntos y comas, y encima no sabemos poner acentos, tal vez por eso parecería que recibimos línea. Pero no, señor”, dirá el Gran Inquisidor. Así que ¡tope en eso!
Aclarado el asunto, sería bueno volver al párrafo inicial y formular una pregunta: ¿Vale la pena, pues, escribir una columna para una gran mayoría silenciosa que no nos lee, y para un puñado de lectores que, si nos lee, de todas maneras no nos cree? ¿Será acaso que sin saberlo somos parroquianos de la iglesia que fundara el Gabo, y que tiene por piedra fundacional: “Escribo para que me quieran más mis amigos”?
Como sea, bien podríamos recurrir a García Márquez de nuevo y, parafraseándolo, decir: “El deber revolucionario de un periodista es comunicar bien, hablar bien, escribir bien y respetar la verdad social”. Ahora veo porqué muchos andamos siempre a solas, no tenemos amigos ni perro que nos ladre.
Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.
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