jueves, noviembre 21, 2024
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Luces y sombras: Optimismo desbordante y cambio climático

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraMuy guadalupanos se pusieron los representantes de 195 países en París, quienes justamente el 12 de diciembre acordaron poner fin a un proceso iniciado hace cinco años en México: en el marco de la conferencia de París sobre el cambio climático (o COP21) se concertó el primer pacto en el que tanto naciones desarrolladas como países en desarrollo se comprometen a gestionar la transición hacia una economía baja en carbono.

El optimismo hizo que brotaran lágrimas de algunos políticos de aspecto férreo: hasta parecían humanos. Su fe en una virgen sin tanta emisión de carbono no es para menos, pues el objetivo general del acuerdo es “mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2°C con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1.5°C con respecto a los niveles preindustriales, reconociendo que ello reduciría considerablemente los riesgos y los efectos del cambio climático”.

Para lograr lo anterior, los países se comprometen a fijar cada cinco años sus objetivos nacionales para reducir la emisión de gases de efecto invernadero. 186 de los 195 países participantes en la cumbre ya lo han hecho.

El texto establece que los países desarrollados seguirán ofreciendo apoyo financiero a los países en desarrollo para ayudarles a reducir sus emisiones y adaptarse a los efectos del cambio climático, aunque no hace mención a montos específicos.

Todo se oye muy bonito. Hasta parece cierto que se alcanzarán las metas. Pero la experiencia nos indica que no es así. Si revisamos los intentos por alcanzar un mundo sustentable, de inmediato brota el Protocolo de Kioto, un acuerdo internacional negociado en 1997 y que pretendía que 37 países desarrollados redujeran sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 5% ciento para el año 2012, con respecto a sus niveles de emisiones de 1990.

Este acuerdo detallaba cómo esa meta grupal podía ser alcanzada a través de metas legalmente vinculantes que cada país desarrollado decidiera a nivel doméstico.

¿Y qué pasó? Lo que pasará siempre que se imponga la razón económica sobre la social: los alcances de este acuerdo fueron muy limitados debido a que Estados Unidos, principal productor de GEI, no lo ratificó y, por tanto, tampoco lo acató.

Hoy China es el primer emisor de gases de efecto invernadero del mundo, Estados Unidos el segundo, la Unión Europea el tercero, e India el cuarto, y Rusia también forma parte del grupo de países más contaminantes, y son los que han desatendido los acuerdos de Kioto.

Y no sólo el de Kioto, sino todos los acuerdos que tengan que ver con reducción de carbono, de cambio climático y de otras amenazas que son letales para los países en desarrollo y para la población miserable, no para los habitantes de las potencias.

Al menos eso creen los países más industrializados y ricos del planeta, y actúan como si vivieran en una burbuja aparte, en un pequeño salón reservado en este gran centro de convenciones llamado Tierra.

Ante el optimismo desbordante de los representantes de los 195 países que se reunieron en París, no hay que cerrarle la puerta al pesimismo. La historia ha sido siempre la misma: ni la Cumbre de Estocolmo (1972) ni la Conferencia Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo (Río de Janeiro, 1992) ni la mencionada Convención de Kioto ni la Cumbre para el Desarrollo Sostenible ni la Cumbre para la Tierra ni la Cumbre para la Tierra + 5 ni la Cumbre de Johannesburgo ni la Cumbre de Mali ni la Cumbre de Copenhague ni la Cumbre de Cancún han logrado reducir el impacto que tienen las prácticas perniciosas de una economía que envenena al mundo.

A los países industrializados no les conviene que se detengan parte de su motor económico, sin importarles si contamina o no.

Y es que mientras sean los políticos y no los grandes empresarios quienes firmen acuerdos contra el cambio climático, todo va a seguir igual. Las empresas, con sus fondos golondrinos, pueden viajar de país en país e instalarse donde se les permita contaminar hasta el límite permitido; incluso, más allá. Y pocas voces académicas autorizadas se han levantado contra esta práctica perversa.

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Mientras la mayoría de los científicos de las universidades del primer mundo se inclinan más hacia los patrocinadores de los proyectos (que obviamente son las industrias), prácticamente la totalidad de los ambientalistas y de los advenedizos de la sustentabilidad incrustados en las instituciones de educación superior de los países emergentes, incluido México, están más preocupados en vender sus proyectos a las instituciones que apoyan con recursos financieros para seguir viviendo en la zona de confort que ofrece un aval académico sobre resultados ficticios, con prácticas simuladas en negocios de amigos cuando no en sus propias pequeñas empresas editoriales, donde miden el impacto de los productos químicos que se arrojan al drenaje público o de los contaminantes volátiles que emiten las pinturas para uñas.

Así no se puede alcanzar una estatura moral suficiente para dirigirse a los grandes consorcios y exigirles que cambien sus prácticas productivas por unas que sean amigables con el ambiente, tal como lo asientan las 40 páginas resultantes de la COP21.

Nada qué ver con las enseñanzas que, por ejemplo, nos ofrece la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), de España, que en el documental “No a la venta”, producido junto con el Observatorio de Responsabilidad Social Corporativo, nos señala puntualmente que los estados pierden poder al mismo ritmo que las grandes corporaciones lo ganan. “La globalización ha generado un nuevo contexto que requiere una redefinición de las reglas de juego para la sociedad global del siglo XXI”, puntualiza ese material.

El video, disponible en YouTube, nos menciona, asimismo, que las personas de todo el mundo cada vez somos más dependientes de un menor número de grandes empresas globales: Monsanto controla el 90% de las semillas transgénicas; Microsoft tiene un 88.26% de la cuota del mercado en software informático, seguida por Apple con Mac tan solo un 9.93%. Cada día, 150 millones de personas en todo el mundo compran un producto Unilever sin siquiera saberlo; McDonald’s sirve más de 58 millones de comidas diarias en todo el mundo, y de las 100 economías más grandes del mundo, 51 son empresas.

Bien se dice que la llamada “desregulación del mercado” no deja a los ciudadanos a su libre albedrío sino en manos de una lógica muy concreta, con unas normas de funcionamiento claras y coercitivas: la lógica de la competitividad forzosa, so pena de sufrir o morir en la miseria.

Hay una liberación pendiente en las sociedades actuales: la garantía de unos derechos sociales para los cuales es necesario un estado global tan fuerte como democrático y transparente que pueda encauzar nuestra orientación consciente.

Es el momento de que todos nos planteemos qué tipo de sociedad queremos construir y qué papel debemos jugar para contribuir a su desarrollo. Debemos asumir el rol de personas consumidoras, trabajadoras y opinión pública implicadas en la aplicación de los modelos responsables en todos los ámbitos de actuación de las empresas.

Pero con las prácticas simuladas de los estudiosos de nuestros centros de investigación es imposible entender la semántica de que el acuerdo climático de la Cumbre de París reemplazará a partir de 2020 al fallido, pero aún en vigencia, Protocolo de Kioto, y sienta las bases para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y, más importante aún, para empezar a soñar con un mundo sin combustibles fósiles.

Al fin que soñar no cuesta nada, dicen los románticos.

Lo malo es que en ocasiones los sueños se convierten en pesadilla.

Sobre todo los sueños que tienen que ver con el cambio climático y el optimismo desbordante.

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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