Luces y sombras: Para los días humanos y divinos…
Por: Armando Zamora
Las navidades no son las mismas cuando uno es niño que cuando uno ha navegado algunas décadas por la vida. Al llegar a los cuarenta o a los cincuenta años y más, siempre falta alguien en la mesa de Nochebuena, y ya nada es igual: uno de los padres, un tío, la pareja, un hermano o un hijo. Quien sea el que falte hace que se sienta un hueco en el pecho, como que un jirón de alma se cayó de su lugar y ahí, parafraseando a Mafalda, no hay manera de ponerle una curita para poder pasar la noche, el año, la vida…
En nuestra mesa familiar, desde hace algunos años faltan algunas personas que por diversas razones ya no están cada año: unos ya no regresarán más a sentarse a probar los alimentos, a beber una copa, a comentar sobre el pasado, a reírse de las ocurrencias, a ponerse nostálgicos, y solamente estarán en la memoria hasta que el recuerdo se desgarre en pedacitos de olvido. Y otros volverán eventualmente cuando sus labores lo permitan. Pero ya nada es igual.
En el pasado, cuando la vida era algo sin tiempo y las ausencias de los mayores se llenaban con la presencia de los menores; es decir, de los hermanos, los amigos y los vecinos, la Nochebuena era una fiesta que terminaba, en nuestro caso familiar, a las 10 de la noche, porque luego había que irse a dormir a esperar el regalo que podía amanecer bajo la almohada o la cama, dependiendo el paquete, porque propiamente los regalos “nos amanecían”.
Recuerdo que el 24 de diciembre mi mamá se la llevaba todo el santo día metida en la cocina mientras mi papá salía a media mañana yo creo que a ponerse de acuerdo con Santo Clos en alguna cantina de alrededor, por eso imagino que yo crecí con la convicción de que Santa era un gordo borrachón y cigarriento, porque mi papá regresaba ya entrada la tarde en calidad de Homero Simpson: Bien jala’o y apestando a cigarro. Claro que esto es sólo un decir…
El caso es que durante todo el 24, de la cocina de la casa salía un olor a tamales o pierna de puerco o pozole o pavo o lo que fuera que cocinara aquella santa mujer, siempre mezclado con esas hierbas maravillosas que sólo las mamás saben cómo se llaman, una pizca de felicidad y cucharadas enormes de ternura que a la hora de la cena —casi todos callados y con la mirada de asombro ante tanta magia dispuesta a alimentarnos el cuerpo y el alma, en medio de las campanadas del templo del Sagrado Corazón de Jesús y de los ruiditos de colores que salían de todas partes como si el mundo se estuviera incendiando de cariño— brotaban como abrazos y besos que siempre alcanzaban para todos y que cuando pequeños nos arropaban cálidamente, pero que con el paso del tiempo no pudieron retenernos en esa cocina, en esa mesa, en esa casa donde siempre estuvo y ha estado aquella ahora viejita y aquel hombre callado y taciturno —que ahora andará sabrá dios dónde—, al menos en el recuerdo imborrable que a muchos se nos ha quedado grabado como marca de un hierro tatuado en el ventrículo izquierdo de nuestro colesteroso corazón.
Para nosotros, mis hermanos y yo, el 24 de diciembre era un día que no debería existir en el calendario, no tenía razón de ser, nomás la noche, porque esa noche es Nochebuena y mañana Navidad, según dice la tonadilla, pero de haber hecho realidad nuestros deseos nos hubiéramos perdido la esencia del día: los recuerdos de las mamás en la cocina y la ausencia de los papás donde quiera que se metieran para negociar con Santa, siempre en abonos chiquititos, lo que nosotros, revoloteando como cuervos metidos en camisas de franela, esperábamos que nos amaneciera, ya bajo la almohada, ya bajo la cama, ya bajo el árbol.
No recuerdo cuál fue mi primer regalo navideño, pero me acuerdo bien clarito que el año en que ya no me regalaron juguetes sentí un como quejido adentro de mí porque en vez de carritos y pistolas de vaqueros me amaneció un cinto y ropa… ¡ropa!; a mí, que andaba siempre descalzo, en pantalones cortos y remendados, camiseta suelta y la greña más suelta que Gloria Trevi —porque han de saber ustedes que en aquellos años de la infancia yo tuve cabello… y mucho…
Ya se sabe que la Navidad no son los regalos, pero qué feo se siente cuando a uno dejan de darle juguetes y se los cambian por implementos de cocina, por mandiles —mi caso particular, ciertamente—, por rasuradoras, lociones, corbatas, botellas, chamarras, yates, aviones, países y/o continentes, que son bienvenidos, claro, pero eso hace que el niño que uno lleva por dentro se quede sentado en un rincón de la nostalgia de hace unos veinte años, mirando cómo nuestros menores hijos abrían desesperadamente los paquetes —como alguna vez, hace más de cincuenta años, lo hicimos nosotros con la luz de la estrella de Belem brotando de nuestros ojos ansiosos para descubrir aquello que más temprano que tarde terminaba rodando en el patio, con la pintura descascarada y las ruedas incompletas—, sacaban los regalos de su caja como supongo que hace el médico que atiende a la parturienta a la hora precisa, que tiene más de humana que de divina, en que un nuevo ser sale al mundo bañado en esos ectoplasmas asquerositos y amnióticos que fueron el algodón de la habitación perfecta en la que flotamos durante nueve meses sin querer salir al mundo a ser parte de las estadísticas siempre odiosas de los organismos que rigen la economía mundial: Uno más… y otro… y otro…
“El tiempo da vueltas en redondo”, dijo García Márquez en boca de unos de los personajes de Cien años de Soledad. “La vida es cíclica —digo yo—, y todo se repite quiera uno o no quiera, incluso aquellas intrascendencias que hacen las grandes diferencias o esas que no nos dejan destacar”. Y como todo se repite, nosotros también repetimos con nuestros hijos lo que nuestros padres repitieron a su vez con nosotros: dejamos de regalarles juguetes a cierta edad —“Porque ya son grandes… o para que maduren”, piensa uno equivocadamente—, como si los años tuvieran necesariamente que esconder o matar al niño que fuimos y que seguimos siendo toda la vida.
Y es que de otra manera no se podría explicar ese temblor que uno siente cuando escucha las canciones navideñas, cuando se esmera en colocar el árbol, llenarlo de adornos y luces, poner tarjetas entre las hojas y dejar los regalos a su sombra luminosa.
No se podrían explicar esas ganas calladas de recibir a todos los amigos en la sala, junto al árbol y la musiquita navideña, a beberse un chocolate, charlar sobre la noche del 24, los regalos del 25, las esperanzas de un nuevo año que se abre cada enero como se abre el cofre de la esperanza para seguir acariciando los mejores deseos para quienes nos rodean cerca o lejos y que nos desgaja el alma su solo recuerdo en esa distancia incomprensible, odiosa y amarga, que nos hace suspirar a solas y llorar en silencio porque es tan difícil tener el corazón partido de a de veras —y no sólo como letra de una canción— y tratar de demostrar esa fortaleza que se derrumba como castillo de naipes ante una silla vacía y un plato sin tocar en la cena navideña y el ponche que se enfría sin ser saboreado por quien tal vez a la misma hora nos extraña igual que nosotros: sin poder estirar los brazos y abarcarlo desde siempre y apretarlo con todas las fuerzas de la ternura, junto a los demás…
No se explicaría esa nostalgia por todos los seres queridos que se han quedado solos bajo una lápida, en un cementerio acaso lejano, o en una urna solitaria ante la mirada de todos, pero siempre presentes en la casa del corazón con sus risas, sus gritos, sus abrazos, sus besos, sus palabras de consuelo, su café oloroso, su cigarrillo humeante, su aroma a lavanda y a Old Spice, su mirada serena o su ceño fruncido, su pasión por las cosas simples de la vida, su cariño por la lluvia, sus ganas de heredarlo todo, hasta la Cheyenne, apá…
No, nunca dejamos de ser los niños que fuimos, los que esperan para Navidad un modelo armable, tal vez un carrito de latón, una barbie, un juego de mesa, una casita de muñecas, un trompo de madera, un juego de te, el tren eléctrico que se extravió en los laberintos del tiempo, un avioncito de plástico para volarlo con la chiquillada del barrio, un paquete de piezas lego para construir la casa de nuestros sueños, mientras en la cocina las mamás sazonan el recuerdo de aquellos tiempos en que andábamos como conejos inquietos, destapando ollas y olfateando las maravillas que durante la Nochebuena preparaban el ambiente para que nos amaneciera más temprano y empezar a construir nuevos conceptos de felicidad transitoria que duraban lo que duraba el juguete…
Pero no hay felicidad total: en medio de toda la dulzura que nos acarrea la nostalgia navideña, hay quienes se empeñan en empañar (la eñe rifa) esa sensación de olores y colores que nos remiten a la casa familiar, a un tiempo que quién sabe cómo sobrevivimos para bien o para mal de la humanidad. Ya se ha vuelto una práctica perniciosa esa de que en estos días los políticos vengan a bombardearnos con su sonrisa infame y su retórica endeble a desearnos en Navidad lo que ellos —precisamente ellos— dejaron de hacer durante todo el año.
Antes eran las grandes cadenas comerciales las que se atrevían a pagar enormes cantidades de dinero para sacar al aire anuncios trabajados inclusive con inteligencia, muchos de los cuales tocaban ciertamente las fibras del corazón.
De hecho, algunos promocionales navideños han quedado registrados en la memoria de la nostalgia y nos acarrean de cuando en cuando la emoción por los días de la juventud o nos hacen evocar las travesuras de los más pequeños de la familia, como los anuncios de un brioso corcel blanco que, con su caballuna alma en libertad, vagaba por las calles nocturnas de la ciudad, al mismo tiempo que llenaba de boñiga las banquetas y anunciaba el brandy Pedro Domecq como si fuera un bálsamo espiritual; o aquellos de la Coca Cola y sus ositos juguetones y ese memorable del coro aquel que iniciaba su tonada con: “Quisiera al mundo yo enseñar y llenarlo de amor, sembrar mil flores de color en esta Navidad…” (Ahhhhhhh).
Bueno, en nuestro descargo, hay que decir que en aquellos años no sabíamos que esa refresquera hacía tanto daño como el que siempre ha hecho: ¿será que la infancia nos da ese toque de ingenuidad del que parecen valerse los candidatos en tiempos electorales? Misterio.
Pero tiempos traen tiempos. Ahora no hace falta ingenio ni ese toque de magia navideña para realizar un spot: con un discurso ramplón, un arbolito retacado de luces encendidas, como si la CFE no existiera, y acaso un puñado de adornos rojos y verdes basta para lanzar el anuncio al aire, y se acabó. ¿Para qué perder tiempo en delicadezas propias de diseñadores de interiores, estilistas escuálidos con las pestañas largas largas o poetas trasnochados que aún sueñan con utopías románticas? ¿Para qué cuidar el discurso, las palabras que sustentan la semántica, el abrazo oral y cálido lleno de cariño y buenaventura que supone un mensaje navideño?
Tal parece que en ese afán de vivir los días sin calma, los políticos, gobernantes y suspirantes, parece que se dicen que hay que irse por la vía corta, sin detenerse a cuidar lo poco que les va quedando y lo escaso que pueden prometer. Y eso lo podemos constatar por la pantalla chica durante la época navideña: tenemos la olvidable oportunidad de apreciar el decepcionante desfile de diputados y funcionarios de medio pelo que con sus mejores galas trataban de hacernos creer que gracias a su esfuerzo la población de su distrito o los integrantes de su institución, dondequiera que esté enclavado, ha mejorado su nivel de vida.
Ya sabemos que no es así, pero algo tienen que hacer nuestros representantes sociales para justificar su estancia en las cámaras o al frente de tal o cual dependencia pública.
Pero qué importa que sea Navidad y que, de acuerdo a la particular manera que cada uno tenemos de celebrar el natalicio de Cristo (los que creen y/o no en el hijo de dios), vivamos la segunda mitad de diciembre en una vorágine comercial: los políticos y los funcionarios han asumido que también en estos días es necesaria su presencia y han llegado a creer que sin sus palabras, sin su discursito chabacano de felicitaciones light, la ciudadanía no puede pasar Navidad ni recibir el año nuevo.
No sé si sea tarde para esto, pero muchos individuos dedicados profesionalmente a la política o los advenedizos de cualquier institución deberían entender que la sociedad ha cambiado, y ahora prevalece la percepción de que los esfuerzos de la ciudadanía son los ladrillos con los que se construye la realidad que tejemos día tras día porque la esperanza no está colgada del brazo de nuestros representantes sociales, sino que es la arcilla que moldeamos para alcanzar una mejor calidad de vida.
Si de lo que se trata es de mostrar su lado humano, no es necesario que los funcionarios paguen anuncios televisivos: para eso está su trabajo diario, su quehacer cotidiano, que no es otra cosa que sumarse al esfuerzo de todos para lograr el bienestar común. Con eso basta y sobra.
Y como con eso basta y sobra, también con esto basta y sobra para decirles con todas estas palabras de largo aliento que la estén pasando bien, enviarle un abrazo semántico a toda la humanidad (menos a cinco seres detestables) y desearles una armoniosa Navidad y un año nuevo lleno de buenaventura, salud y trabajo, que lo demás llega en consecuencia.
Cuídense y nos leemos cuando nos leamos.
Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.
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