domingo, abril 6, 2025
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Luces y sombras: Y comenzarán a suceder los milagros

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraEn su colaboración de la semana pasada “El milagro nuestro de cada día”, dice Alejandro Ramírez Arballo que “nuestra condición de seres conscientes, sensibles y pensantes nos reviste de una profunda dignidad, y acorde a este privilegio cósmico deberíamos actuar siempre, sobre todo de cara a quienes quieren que permanezcamos en un estado de sumisión y dependencia”.

Ante eso, “¿Qué nos queda? —pregunta el columnista y se responde—: La esperanza en nosotros mismos, la fe en la bondad, el deber de construir un mundo personal mejor para nosotros y los que nos rodean. Nos queda la solidaridad, a la que estamos llamados todos porque cada corazón mezquino es un cómplice de los verdugos. Que nos mueva el amor, siempre, entonces comenzarán a suceder los milagros.”

Esperanza, fe, deber, solidaridad y amor, resume Alejandro con precisión. Y al fin de cuentas lo que pretendemos como seres humanos es escalar los peldaños de la vida que sean necesarios hasta alcanzar la felicidad en su sentido más elemental, porque es difícil entenderla en los conceptos de los grandes pensadores.

Y es que, por ejemplo, Aristóteles sostiene que la felicidad es como un bien supremo, es aquello que da sentido y finalidad a todo otro fin querido por el hombre. La felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, señala.

Para Platón, la felicidad sólo es posible en el mundo perceptible, y no renuncia al placer sensible siempre que no entorpezca a las ideas, y añade que la felicidad es esa sensación de plenitud, paz y serenidad que nos llena de alegría interior, y nos permite disfrutar de la vida, y parece ser una quimera inalcanzable para la mayoría de la gente.

Según Karl Marx, desde una perspectiva económica, la felicidad es la perfección humana. Es decir, que es el propio bien del hombre, es aquello que viene de la ocupación en distintas cosas y no de la pasividad; por lo tanto, es lo que surge del trabajo y de lo intelectual. El problema, dicen los expertos en la materia, es que, hoy en día, el sujeto vive el trabajo, su propia actividad, como algo que no le pertenece, como algo ajeno que se convierte en un objeto que lo domina. Y en tal forma, la felicidad es una imposición.

Abraham Maslow propuso una corriente psicológica que postula la existencia de una tendencia humana básica hacia la salud mental, la que se manifestaría como una serie de procesos de búsqueda de autoactualización y autorrealización, también llamada felicidad, que se sostiene por la motivación que produce nuestro trabajo constante y continuado gracias a las capacidades de nuestro cerebro de crear, de adaptarse y resolver problemas. Dejó plasmada esa teoría en la Pirámide de Maslow. En ella, la felicidad es la cúspide de los logros humanos, y se obtiene después de haber alcanzado metas concretas y abstractas.

Así, el milagro nuestro de cada día podría ser también, desde mi punto de vista, alcanzar la felicidad, a pesar de tanta sordidez que habita el mundo. Si bien, en términos rigurosos, uno mismo es un mezquino para otros se debe intentar seguir en la búsqueda de la felicidad, porque esa exploración permanente es un camino que hacemos y que nos hace como individuos en la medida que avanzamos por la vida. Lo que finalmente nos salva es que la felicidad es un logro íntimo, individual y personal, que uno puede o no compartir con quienes lo rodean, dependiendo de las motivaciones.

Bien dice Alejandro Ramírez que cada corazón mezquino es un cómplice de los verdugos. Y la mezquindad habita a la vuelta de la esquina y ataca con su ambición y desmesura a quien se cruza en su camino. Como seres falibles e imperfectos, estamos a merced de esos corazones mezquinos que van por la vida infectando cuanto tocan. Ante ello no queda más que endurecer el alma y recurrir a las personas y los recuerdos y las sensaciones que nos aportan granitos de felicidad.

Todos estamos hechos de eso que menciona Ramírez: esperanza, fe, deber, solidaridad y amor, y de búsqueda de felicidad. Y a esos elementos fundacionales de nuestra vida recurrimos cuando nos ahoga la vileza de unos cuantos, porque todos llevamos en los bolsillos de la vida las presencia y los recuerdos que nos rescatan de la agonía de tarde en tarde.

La imagen de mi padre compartiendo su música y el silencio de mi madre frente a una taza de café me acercan momentos de felicidad. El bullicio de mis hermanos y mis sobrinos, y el recuerdo de mis tíos en las navidades de mi niñez también me dan motivos suficientes para ser feliz.

Mis amigos de literatura y sueños, mis compañeros de trabajo a lo largo de más de 30 años —los de antes y los de hoy—, la suave sonoridad de la palabra Timbuctú y el refrescante sabor de la vainilla me acercan la fragancia de momentos felices.

Y en este momento oscuro en que escribo, rodeado de fantasmas y alegorías, la lenta respiración de Araceli y las voces cercanas y lejanas de mis hijos (Arely, Alí y Arlyn, y sus seres queridos), el rojo de la sangre Ruiz y el amarillo de la historia Murrieta también me motivan largos momentos de felicidad.

Y ni qué decir de los funámbulos jubilosos que ronronean en forma de gatos y los alebrijes caninos que le ladran al fantasma de la aurora justo dos minutos antes de las primeras luces de cada día: ellos también acumulan sus gemidos en la felicidad colectiva de una tribu simple que respira a pesar de los verdugos insaciables.

Es inevitable: los seres miserables seguirán aleteando frente a nosotros tratando de impedir que la luz del sol brille en todo su esplendor, pero hasta esos espectros de la codicia algún día se marchitarán en la brisa lunar del tiempo y se harán polvo y ceniza en el más vulgar de los olvidos.

Ante ellos —ante esos miserables que quieren que permanezcamos en un estado de sumisión y dependencia— no nos queda más que salir cada día a darles la cara sin bajar la mirada. Y es que todavía nos queda la solidaridad y nos mueve el amor, y más temprano que tarde comenzarán a suceder los milagros.

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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