Luces y sombras: And the Oscar goes to…






Por: Armando Zamora
El domingo pasado fue de óscares: cumpleaños de mi primo Óscar, la noticia de que finalmente se había bañado Óscar “Polacas”© Holguín y la ceremonia de entrega del Óscar de la Academia. Los dos primeros acontecimientos son de feliz impacto familiar y laboral, respectivamente, mientras que el tercero simplemente es un interminable desfile de egos que en su torpe intento por humanizarse en un discurso de 30 segundos simplemente terminan como personajes de Los Simpsons; o bien “horas de desfile de carne, una ostentación pública con trama de suspense por razones económicas”, como calificara a la celebración el actor George C. Scott, quien rechazó el Óscar como Mejor actor por la película Patton, en 1971.
De verdad que el rito sagrado de la entrega del Óscar, nunca me ha llamado mucho la atención, ni la ceremonia en sí ni las películas ganadoras: siempre he creído que, como en todo concurso, hay una motivación extra que hace que el jurado elija tal o cual obra como ganadora: y esto aplica tanto a los concursos de poesía como a los de repostería, pasando por los concursos de perros, de belleza y, claro, de películas, que finalmente a eso se reduce la entrega del Óscar.
Mi gusto por la música, la literatura y el cine es tan básico, tan simple, tan elemental, que más que gusto parece instinto, o cuando menos, mecanismo de defensa. Entendiendo, como entiendo, que una obra de arte debe conmover, pienso que una persona no debería enquistarse en un solo género musical o literario o cinematográfico, porque donde uno menos espera salta el motivo para prenderse a una canción, un libro o una película. Por encima de las elecciones y predilecciones personales, hay que darle un poco de crédito a la capacidad de asombro, que permite que una liebre salte donde uno menos lo espera. Y aquí no valen Academias.
Cuando quiero escuchar música, huyo al patio, pongo el iPod que me regaló Arely (con más de 1,600 canciones en sus electrónicas entrañas) y lo dejo que corra: aparece Silvio Rodríguez seguido por los Freddy’s y después Alejandro Sanz; luego viene Alice Cooper, Jorge Celedón y Juliana Raye, Batchman Turner Overdrive y la Filarmónica de Berlín con el Adagietto de la V Sinfonía de Mahler… y así se pasan las horas. Y mis preferencias literarias son también un mazacote silvestre que le da cabida a los clásicos griegos y latinos, los representantes de la Generación del 98 español y del boom latinoamericano, así como a las novelas de Marcial Lafuente Estefanía.
Yo no soy que digamos un cinéfilo en toda la extensión de la palabra. Hace años que no voy al cine, huyo de los musicales y de las películas autobiográficas, le saco la vuelta a los refritos, sospecho de las vistas que me recomiendan anteponiendo las palabras “ganó un Óscar”, y sobre todo me resisto a ver esas cintas que me comentan y que terminan diciéndome “tienes que verla”, como si fuera una obligación.
Aunque parezca una contradicción, a mí no me gusta ir al cine, en cambio me gusta mucho ver películas, muchas películas, sobre todo los fines de semana. Y cuando puedo, me quedo sentado frente a la televisión durante horas y horas viendo las películas que más me gustan, que son las de vaqueros y las de aventuras espaciales, o cualquier tema que no tenga que ver con hazañas del ejército gringo en medio oriente o con heroísmos ultranacionalistas que intentan disfrazar fanatismos con tintes de estulticia globalizadora.
Así, bien puedo ver The Revenant, con todos los adjetivos grandiosos que se le pueden acomodar, y después ver Sharknado IV, cinta de una saga que divierte por lo mala que es, por sus efectos visuales de cuarta categoría y sus personajes caricaturescos, al grado que te puede provocar un ictus; puedo ver Cinema Paradiso, con la melancólica musica de Ennio Morricone que te traslada a la infancia, seguida por el remake de Godzilla y su único parlamento: grrrrrraaaawwwwwrrr; ver El secreto de sus ojos: “Mi vida entera fue mirar para adelante, atrás no es mi jurisdicción. Me declaro incompetente”, dice la doctora Irene Menéndez Hastings al detective Benjamín Esposito mientras se coagulan en un estado de amor puro, seguida World War Z, con todo y que yo soy un fiel seguidor de zombies y especies similares, pero en esta cinta ya se sabía que ni Pitt ni su familia morirían ni siquiera estando rodeados de 800 millones de muertos vivos: no hay urgencia ni terror verdadero ni protagonismos sólidos, sólo caos y más caos… y ver todas las cintas durante la misma tarde-noche, y después dormir como si el mundo nunca se fuera a acabar.
Y es que en realidad las películas me gustan por lo que son: un poco de historia mezclada con fantasía en medio de grandes (o pobres, según el caso) producciones que visten la hora y media que dura una cinta comercial. Lo demás, eso de la calidad, la excelencia y demás términos tan de moda, lo pone el espectador de acuerdo a sus pretensiones: las de un verdadero snob pudriéndose en su soledad o las de cualquier individuo sencillo sin más horizontes que saber si la película El Infierno está basada en la vida de algún narco sinaloense posmoderno: “Me cae que esta vida es el cabrón infierno, mi Benny” (El Cochiloco).
Vuelvo al tema: si una película te conmueve, es tuya; si no, nunca lo será, por más mezcla de sonido, efectos especiales, maquillaje, vestuario o edición kilométrica. Detrás de eso no hay nacionalidades ni colores ni estaturas ni sexos. Es o no es. Si una película de Pakistán te atrapa desde la primera escena, simplemente olvidas quién la dirigió, quién la escribió o, incluso, quién la actuó. Y lo mismo sucede con las cintas que han dirigido mexicanos o argentinos o chilenos. No hay que desgarrarse las vestiduras del falso nacionalismo en torno a esto: no es necesario que sean filmadas por compatriotas para ir a ver las películas ni que ganen un Óscar para que te gusten.
Y, con la polémica que se ha generado en torno a la estatuilla, quizá muchos realizadores pintarán una raya entre su obra y el premio. Y no es sólo por el clamor reciente de mayor diversidad en una celebración que nació sólo para blancos, sino también por las formas tan sospechosas en que se decide qué película gana en tal o cual categoría.
Hay una versión creciente de que uno de los principales factores que contribuyen a que una cinta se lleve o no un Óscar son los millones de dólares invertidos en su campaña promocional, y la habilidad de dicha campaña para meter a los miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas en el baile.
En un estudio realizado recientemente y publicado en el diario BBC Mundo, se dice que cada año, los estudios cinematográficos gastan millones de dólares haciendo campaña para llegar a los cerca de 6,000 votantes de los premios Óscar, con la esperanza de ganar su reconocimiento. Pero, ¿funciona?
Según estimaciones, señala el reportaje, Hollywood gasta entre 100 millones y 500 millones de dólares en un año en hacer campaña con los votantes de la Academia. El productor cinematográfico y bloguero Stephen Follows ha recolectado datos anónimos provistos por algunos de sus colegas de la industria al respecto: asegura que una campaña exitosa para mejor película cuesta unos 10 millones de dólares. La mayoría del dinero va a publicidad, medios de comunicación, estrellas cinematográficas y publicistas.
Durante la temporada de los Óscar, los estudios pagan de forma agresiva por avisos en la prensa especializada. Su objetivo es recordarles con gentileza a los votantes los méritos de sus películas y de las actuaciones de sus estrellas.
Un aviso en la portada de Hollywood Reporter durante la temporada de los Óscar se estima que puede costar hasta 72,000 dólares, y es probable que la revista Variety cobre un monto similar.
Dentro de este sistema, existe un lado oscuro protagonizado por un grupo selecto de consultores de los Oscar cuyo trabajo es meter las películas en las mentes de los miembros de la academia. Se les paga entre 10.000 y 20.000 dólares por película, pero pueden fácilmente duplicar o triplicar el honorario si el cliente es nominado o gana.
Estos consultores “son publicistas muy bien pagos que conocen a los miembros de la academia, saben cómo llegarles y qué les gusta”, dice Gayle Murphy, periodista de Hollywood.
El soborno está prohibido, por supuesto, pero los votantes dicen que son abrumados con regalos de cara a las nominaciones. Según las reglas oficiales de la academia, revisadas en 2011, todo intento directo de influenciar los votos vía correo electrónico o teléfono está prohibido.
Cada año los miembros de la academia son invitados a proyecciones exclusivas en Los Ángeles, Nueva York o Londres. A menudo las estrellas van en persona o conceden entrevistas con la audiencia. Sin embargo, luego de que los nominados son anunciados, los estudios no tienen permitido realizar proyecciones con comida o bebida gratuita, una táctica frecuente.
¿Vale la pena la inversión? Los cálculos realizados por Edmund Helmer, analista de datos de Facebook, sugieren que no: se estima que ganar el Óscar a mejor película agrega sólo 3 millones de dólares a la taquilla del filme, una cifra lejana de los 14.2 millones que genera de incremento obtener una victoria en los Globos de Oro. Y el motivo puede ser que los Óscar son el cierre de la larga temporada de premiaciones, cuando en general ya pasó bastante tiempo desde el estreno de la película.
Por otra parte, un estudio publicado en 2014 descubrió que ganar un premio de la Academia aumenta el pago de un actor en casi 4 millones de dólares, pero apenas medio millón en el caso de las actrices. No se puede explicar la discrepancia con certeza, pero que es probable que influyan las grandes diferencias de género que existen en la industria en favor de los roles masculinos. Y sobre todo, al color de la piel, como se ha visto en las últimas dos ediciones de la entrega de la estatuilla.
En 2002, por la cinta Monster’s ball, Halle Berry fue la primera mujer negra en ganar un Óscar en la categoría a la Mejor Actriz. Hoy resulta curioso recordar que al subir al escenario a recoger el trofeo, la actriz haya dicho en su discurso sentirse complacida por “haber sido parte de la historia del cambio”, y que más allá del logro personal, “este momento es mucho más grande que yo”. Finalmente, le dedicó el trofeo “a cada actriz de color que ahora tiene una oportunidad, porque esta noche esta puerta ha sido abierta”, subrayó emocionada.
Apenas 13 años después, la realidad le cerró la puerta en la nariz y ningún actor negro fue candidateado a la estatuilla ni en 2015 ni en 2016, aunque ciertamente eso no evitó que Alejandro González Iñárritu, “el Negro”, obtuviera su estatuilla en ambas ocasiones. Ya ven: “la naturaleza se abre camino”, parafraseando a Ian Malcom (Jeff Goldblum) en Jurasic Park.
Quizá el formato de la ceremonia ya se agotó. O tal vez, como bien dicen por ahí, los premios Óscar ya no hacen falta. Como sea, no hay necesidad de que una película sea nominada al premio para que a uno le guste. O no.
Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.