miércoles, abril 9, 2025
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Die Woestyn: In Nomine

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Por Alí Zamora
Dicen que cuando nacemos somos todos iguales.
Dicen que el odio y el prejuicio son males aprendidos que envenenan el alma de los seres humanos.
Dicen que todos somos humanos y que, con un poco de esfuerzo y obsesión, todos podemos alcanzar las mismas metas.
Dicen que la sangre es roja sin importar de quien corra dicha sangre.
Dicen también que en esta vida todo se paga.
Dicen, sin embargo, que siempre habrá quienes se salgan con la suya.
Dicen que en esta vida todo pasa por algo.
Dicen que dios no cierra una puerta sin abrir una ventana.
Dicen, finalmente, que me andan buscando, que me quieren agarrar, como si fuera personaje de corrido.

Con todo este conocimiento en pie de boca, fue que Woody Harrelson me planteó una vez una pregunta bien fundada. Me dijo el actor tejano: ¿Qué se supone que debes hacer cuando aquellos con todo el poder lastiman a quienes no tienen poder alguno? (What are you supposed to do when the ones with all the power are hurting those with none?)

A final de cuentas, ése podría ser el acertijo final de la esfinge.

La palabra honor está cargada de connotaciones históricas: caballeros medievales peleando por la santidad de banderas y edredones, conquistadores cruzando océanos en busca de inmortalidad, duelos hasta la muerte por una palabra o mirada errada.
Hoy en día, y en mi opinión personal, el honor, el buen nombre de una persona, es todo lo que tenemos fuera de una sociedad ensimismada con el feis y las aplicaciones de filtros fotográficos que arreglan lo que la cirugía plástica moderna no puede.
Es lo único que traemos a este mundo y es lo único que podemos llevarnos con nosotros cuando por fin lo abandonamos en miedo y soledad.
Y esto último, si tenemos la fuerza intestinal de “hacer lo correcto”.
No todos tenemos dicha fuerza, y hablando objetivamente, no podemos tampico de manera categórica decir qué es y qué no es “lo correcto”.
No hay una guía apropiada para dichas premisas, y si quieren sacar a luz las religiones y los preceptos que las mismas exponen para vivir “la buena vida”, hay que recordar que lo que es correcto en una, no necesariamente lo es en otra.
Es el conflicto de la inclusión y la diversidad de nuestros tiempos, donde todos somos importantes, todos somos especiales y todos somos bellos, sin importar lo que nos digan otras personas o, incluso, el espejo (¡inhalación de aliento sorpresiva!); y, por supuesto, olvidando por completo que la belleza es subjetiva y no universal.

En fin…

Yo puedo hablar personalmente de lo que es correcto para mí, y de cómo yo “creo” (mas no aseguro) que trato de actuar siempre de manera “limpia”, “recta”, de ser un buen ciudadano, de votar en las elecciones, de donar al hospital de niños y a organizaciones pro-lo-que-sea-que-yo-creo cuando la quincena lo permite, ir a trabajar a tiempo y evitar quebrantar leyes estatales y federales si es posible.

Sin embargo, las acciones que yo tomo y la manera en la que busco encausar mi vida no fueron un punto de consideración para los oficiales M. Parks y D. Fernandez, quienes irrumpieron en mi mañana dominical de febrero, hace justo un año, acusándome de “hacer amenazas terroristas y/o amenazas de lastimar a otros o a mi persona”.

¿Por qué… porque escribo poesía? —pregunté entonces a los oficiales.
Esa no es poesía —me dijo M. Parks (I mean it doesn’t even rhyme)—. ¿Qué no ves las noticias? —fue su explicación en forma de pregunta, respecto al por que dos oficiales armados eran necesarios en mi hogar (Don’t you watch the freaking news?!), y desde luego que no emitió ninguna apreciación estética literaria sobre mis escritos. Era mucho esperar, claro.
Si lo hago, oficial —fue mi réplica como escritor en busca de lectores—. A propósito, ¿usté no lee oiga? —refuté (Don’t you read man?).

Entiendo claramente que mi nombre, el color de mi piel y la forma y consistencia de mi vello facial atraen atención extra por parte de las autoridades, sobre todo en los aeropuertos.

Pero, ¿quién está en lo correcto?

¿Los oficiales por investigarme calladamente temiendo que otro “Alí” (o Sayid o Ahmed) más vaya a crear un problema? ¿o yo al indignarme por las acciones de dos agentes policíacos cumpliendo su trabajo (sin ofrecer, repito, una explicación válida a sus arcaicos argumentos de que mi poesía “parece que habla de alguien potencialmente peligroso”)?

¿Quién está en lo correcto cuando se alza la voz diciendo “¡Basta!”?

Sabe, o sepa, coloquialmente hablando.

Y esto lo puedo afirmar puesto que lamentablemente me ha tocado ver un desfile de mujeres silenciadas (oh: todavía estamos en el mes de la mujer, algo políticamente ultracorrecto) cuando ellas alzan la voz, biológica o metafóricamente hablando, cuando esgrimen el dedo índice y dicen “¡Hasta aquí!”

Lo triste es que, incluso entre quienes somos víctimas de estos atropellos, nos separamos, parafraseando algo que dijo María Félix: “Hasta dentro de la discriminación misma hay discriminaciones” (dígase: “hay niveles, chancluda”).

Sea que un salvadoreño se indigne cuando se le pregunta si es mexicano, o sea, como muchas veces sucede, mujeres demeritándose entre sí mismas, haciendo menos lo que le pasa a otra, porque es distinto a lo que le pasó a una que es quizás familiar o más cercana que “la otra fulana”.

Pues sí, porque obviamente alzar la voz y decirle a un hombre de negocios “entiendo que esté pasando por una situación difícil y que se siente mal al no poder cumplir como dueño de una empresa/negocio, pero dicha situación es de su propia creación y son problemas personales suyos que está trayendo al negocio, y sinceramente, el sentirse mal y el entendimiento no pagan mis cuentas: el dinero que usted me debe es lo que paga mis cuentas”, es lo peor que puede suceder en una relación jefe/empleado… y cómo se atreven los empleados a reclamar sus derechos… o a que les paguen lo que se les adeuda.

¡Oh, no! El acabose. Cómo te atreves.

En realidad, no hay gran diferencia en eso que comento que lo que podría sucederle o le ha sucedido a “la maestra” (porque siempre hay una, aunque no sea maestra) que está a cargo de las finanzas, la caja, el pifi y demás peripecias económicas que inventan para enredar todo y oscurecer los panoramas, y es incriminada sin fundamento y frente a medio mundo —ese medio mundo de personas que el día anterior le comentaban lo diligente que era, lo buena persona, ah, y qué bonita familia, que no se nos olvide.

Eso sí: todos callados porque, salvo las diferencias que le otorgamos nosotros mismos a quienes nos rodean, todo y todos actúan exactamente igual: de forma cobarde o pusilánime… o ambas maneras, porque a la hora de la verdad, de decir “pues yo no vi que ella tomase tal dinero” o “no puedes hablarnos así, esto no es personal, es negocios”, ¡ni mayes: callados todos!

Entonces cambia la historia y empiezan los tropiezos mentales sin argumento objetivo para quedar bien con las empresas o las instituciones (remember a los oficiales M. Parks y D. Fernandez): “Ya se me hacía raro tanto trabajar hasta tarde”, “ya ves: son los que menos piensa uno”, o “¿pues quién más pudo haber sido?”.

Sin embargo, es común ese actuar. Es humano, pues. Humano y comodino en el mundo de los adultos, ese mundo para el cual nadie nos prepara y nadie nos dice “va a estar cabrón, pero ni pedo, a chingarle”, para el cual solamente se nos comunican cuentos de hadas respecto a la adultez, respecto al valor de la educación, al valor de la honestidad y de la integridad.

Eso por un lado, mientras que por otro dicen: “Como te ven te tratan”, “Papelito habla”, “Nada más necesitas palanca en Comisión Federal”, ad infinitum… porque, a final de cuentas, por más que uno (una) se faje bien los pantalones y diga “Pura madre, eso no pasó”, ¿se va a poder más que lo que digan dos mentirosos: “No es cierto, tú me faltaste al respeto”?

Desde la escuela aprendemos a quedarnos calladitos cuando alguien más es castigado, con o sin razón, no vaya a ser que nos lleven entre las patas también a nosotros. Los niños lo hacen, los adolescentes lo hacen y, sobre todo, los jóvenes adultos también. El Síndrome Genovese llevando al extremo del absurdo.

La conveniencia usualmente puede más, a final de cuentas, “nada más lo habíamos hablado” y “a ver: muestre el papelito donde yo le autoricé”, y nada era nada seguro.

Esos acuerdos no valen ni el oxígeno que gastan las personas en hacer corajes con (o sin) fundamento; con, porque a final de cuentas lo que decimos carga peso, el peso que cargan las palabras mismas, como el peso de nuestras intenciones. Bien dijo Margaret Thatcher: Watch your thoughts, for they become words. Watch your words, for they become actions. Watch your actions, for they become habits. Watch your habits, for they become your character. And watch your character, for it becomes your destiny.

Pero después serán ellos mismos, los que habían acordado (aunque nada más en palabra) un frente unido impenetrable, quienes hablen pestes sobre quienes sí decidieron actuar.

“Pinche bato mamón, ¿en qué te afecta?”, dirán ellos.

Palabras y acciones, maistro.

Porque son nuestras palabras y acciones, a final de cuentas, las que se adhieren a nuestras almas y dan tintes a nuestras vidas.

Así de sencillo: de un día para otro, de un minuto al siguiente, se ha perdido el honor, la rectitud, el orgullo, los años de trabajo y la chinga emocional y física que les ponen las personas hombres y mujeres en sus profesiones para ser dejados como palo de gallinero.

Porque igual eres el doctor de la familia o la contadora pública o el asistente de abogado o el que trabaja en el colectivo de marihuana medicinal o el masajista o la tatuadora o el maestro de música o la asistente de enfermera o cualquier otra profesión a la que hayas decidido dedicar tu vida de manera recta… no importa lo que seas, puedes ser destruido por igual por el rumor de la discordia que corre a la velocidad de Twitter, Instagram, Facebook, SnapChat, Periscope, FourSquare, MySpace, SpaceBook, Friendster, MyFace y Radio Fórmula.

Y aun así, “no se preocupen —nos dicen unos—, todos somos iguales”.

Lo proclaman y no se dan cuenta que no lo viven.

Piden a voces: ¡Feminismo!

Pero luego les llega la historia de la cuñada o de la conocida o de la amiga del amigo/amiga que fue malograda, maltratada, discriminada, despedida y/o atacada… y el silencio es notorio, más pesado que todas las imbecilidades juntas.

“Pues pa’ que anda metida en esas cosas”, piensan.

Gritan con voz aguardentosa: ¡inclusión y diversidad!

Pero luego son confrontados con la realidad de que un extranjero/extranjera les haga frente en una situación donde la justicia ciega carga su balanza de un lado que no es el propio, y por supuesto que eso no les gusta.

“¿A mí que me ves? Yo no te obligué a dejar tu país”, recriminan.

Se nos dice que a todos se nos escucha y se nos trata con los preceptos más nobles (otro de esos términos históricos manchados de mentira), nobilísimos, que la Francia revolucionaria nos pudo haber dado:

Liberté

Égalité

Fraternité

Y es muy bonito hablar de estos preceptos cuando uno está en sus años formativos o en la universidad, donde todo es discurso y teoría. Pero, extrapolados al mundo adulto mismo, que no acepta dichos preceptos, nos damos cuenta que la libertad entre personas desiguales es confusa, sobre todo cuando se nos dice que todos somos iguales y hermanos, siendo que a la vez queremos ser un multiverso de microcosmos únicos rondando un plano dimensional en constante conflicto.

Por eso yo no sé el porqué, a final de cuentas, es que las personas deciden destruir lo más noble y lo más propio que nosotros tenemos: Nuestro nombre y nuestra identidad.

Yo no sé por qué las personas, que a final de cuentas son maliciosas y se jactan de su misma identidad, deciden destruir la de otros y omiten el espejo de sus almas: sus acciones, que muchas veces se parecen más a ese simbólico palo de gallinero que quisieron invocar: lleno de mierda.

Lo que si sé es que solamente tengo un nombre y solamente tengo una identidad. Y lamentablemente (¿para buena fortuna?) para mí, y/o los míos, eso no se cambia.

El nombre, la identidad y la posible dignidad de los demás, sobre todo la de los perversos y la de los pusilánimes, es cosa de ellos.

 

 

El Alí. No soy de donde vivo, ni vivo de donde soy; pero si pienso lo que digo, puedo decir lo que pienso.


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