Luces y sombras: Como si fuera dios
Por: Armando Zamora
Hoy es Día de las Madres. Bien por ellas.
Mi mamá es una señora viejita que vive en una populosa colonia del norte de nuestra ensangrentada ciudad, y tiene casi 90 años. Recuerdo que mi abuela, la mamá de mi ídem, tenía más de 100 años cuando decidió cerrar el changarro e irse por los caminos de la eternidad. Cuando mi amá y mi abuelita se ponían a tomar café y platicarse sus cosas, uno podía hacer de cuenta que estaba en presencia de toda la historia de la humanidad, dinosaurios, parques jurásicos y eras geológicas incluidos.
Cualquiera podría haberse confundido con aquel par de viejitas maravillosas, pues mi amá y mi abuelita eran algo así como el bíblico Matusalén, pero con faldillas y sin la indeseable inclinación a la bebida que, según las Santas Escrituras, fue lo preservó a Don Matu durante tantos largos y etílicos años. “Qué chiste, pues, así cualquiera se conserva”, dicen que dijo el metiche de mi primo el Chato Peralta cuando supo la historia de Matusalén y su gusto por la fermenta.
En cambio, barriendo, trapeando (¡oh, Julión! ¿dónde estás cuando no estás?), lavando la ropa de toda la tropa y haciendo la comida a diario, es todo un acto de heroísmo llegar a los noventa años. Y si a eso le incluye usted las novelas de Televisa y una que otra de TVAzteca, pues llegar a casi nueve décadas, más que un acto de heroísmo, es una verdadera hazaña digna de una serie de Guillermo del Toro.
Para mí, tanto mi abuela, como mi madre (y aquí, claro que sí, quiero incluir a Araceli) son mujeres que merecen todo nuestro respeto, como casi todas las madres de México. ¿Por qué?, se preguntará algún despistado con alma de periodista jilipollas. Pues no será nomás porque nos parieron a la buena de dios, sino porque también tuvieron el distinguido gusto de hacernos crecer… más con instinto que sabiduría, más con cariño que recursos, más con calidez que sapiencia. Y henos aquí, comiendo heno, dirá otro con alma de res, ahora que los ganaderos volvieron por sus fueros VIP.
Yo no sé ustedes, amigos lectores, qué piensan de sus respectivas madres, pero yo, desde que conozco a la mía, estoy seguro que tiene la misma edad, las mismas arrugas, el mismo tono de voz y, lo mejor: el mismo cariño guardado para una bola de malagradecidos que andamos por el mundo como burros sin mecate.
A veces voy a verla, pero a veces paso tanto tiempo sin abrazarla, que me duele el alma, para decirlo como poeta anacrónico. Pero la llevo siempre conmigo, como si fuera American Express, o mejor: como si fuera dios.
Ustedes saben que el 10 de mayo es la fecha que alguien impuso como día de ellas. Y ahí vamos todos a su casa, como buen atajo de mulas, con un ramito de flores, un cajón de cervezas y el corazón desbordante a decirle en un abrazo y un beso rápido lo que nos callamos los otros 364 días del año, aunque ella nos recuerde todos los minutos de todos los días de todas las semanas de la vida.
Y aunque al caer la tarde del 10 de mayo estemos todos borrachos porque la ocasión lo amerita, ahí está ella: cuidándonos como cuando éramos unos bebés de brazos, y está pendiente de que no nos resbalemos o que no nos vayamos de lado porque la vertical ya hace algunas horas que la hemos dejado por una inclinada que tiende cada vez más a ser una horizontal. Es decir, la embriaguez ya se nos subió a la cabeza, como en aquella vieja canción de Eulalio González, “Piporro”.
Así festejamos su día, como si su casa fuera un tugurio y nosotros no fuéramos más que unos felices parroquianos pasajeros que sólo vamos a refrescar nuestra culpabilidad de hijos que no nos la merecemos como madre. ¡A la ídem! Miren que para muchos de ustedes (y para mí también, ¿para qué le hago al Einstein?) esto es la verdad verdadera.
Dice un buen amigo que él ya no la tiene, y que ahora es cuando se arrepiente de haberla dejado ir poco a poquito por el río de la muerte sin siquiera haberle tendido la mano de una sonrisa, de una charla al borde de una taza de café, de una tarde viendo la telenovela que más le gustaba…
Y sí, es en este día cuando uno cree que tiene la obligación de llevarle un pastel o brindar por ella con todos los hermanos para que nos dure un año más (¡salud!), en lugar de encenderle una vela de ternura y musitarle una oración de amor todas las mañanas, porque la mujer que nos parió o la que amanece todos los días a nuestro lado es exactamente como si fuera dios. Ni más ni menos.
Yo no sé ustedes, amigos, pero yo desde que la conozco tiene la misma edad. Lo único, tal vez, que ha cambiado en ella son las arrugas que le marcan el rostro y el corazón: cada arruga es un rostro dibujado con las líneas del amor. Lo sé porque mi madre cuando ve a sus hijos y a sus nietos una luz se le enciende en los ojos y se convierten en faros gastados y silenciosos que iluminan el sendero de aquellos pasos de chiquillos en la memoria y en las tardes de hace cuarenta o cincuenta o sesenta años…
Como si fuera dios. Así es ella (mi madre y casi todas las madres). Así son todas estas mujeres que le dan un voto de confianza a los seres humanos con su existencia. Son ellas quienes dan vida. Son ellas quienes perpetúan la ternura. Son ellas quienes desde su alta dignidad velan nuestras noches desde el primer día y se acuestan a dormir con nuestro recuerdo bajo las sábanas del corazón. Porque así son ellas, las mamás: como si fueran dios.
Verán: el otro día me preguntaron que si por qué mi mamá era la mejor del mundo, y yo sólo atiné a responder:
“No. Mi mamá no es la mejor mamá del mundo. No está ni cerca de eso. Pero sé que toda su vida intentó serlo.
Sé que se quitó el pan de la boca para darlo a sus seis hijos.
Sé que tuvo que andar con la misma ropa para que nosotros tuviéramos zapatos nuevos.
Sé que tuvo que caminar mientras sus hijos tomábamos el camión.
Sé que se mantenía despierta, esperándonos, mientras sus hijos andábamos de fiesta.
Sé que sin chistar lavó la ropa que nosotros ensuciábamos sólo por mera diversión.
Sé que sus hijos la olvidamos a veces pero ella nos recordó siempre.
Sé que perdió el oído para que nosotros no perdiéramos la voz.
Sé que puso la cara y aguantó los golpes de la vida para que no nos dieran a nosotros.
Y sé que a sus 88 años volvería a hacer todo de nuevo si fuera necesario…”
Es decir, no es la mejor mamá del mundo, pero casi… porque es como si fuera dios… ¿ya se los había dicho?
Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.