Die Woestyn: A dios en el espacio
Por Alí Zamora
Yo viví la mayor parte de mi infancia en la ciudad de Hermosillo, en el estado de Sonora (México), con estadías variadas, desde semanas hasta meses, en el estado de la Arizona americana, donde se me ha dicho di mis primeros respiros, al igual que César Chávez (líder agrario-social), Emma Stone (actriz americana), Pat Tillman (otrora deportista y veterano difunto de guerra) y Sandra Day O’Connor (primer Juez del sexo femenino en la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos).
Esta dicotomía de identidad me persigue hasta mi edad adulta, pero en retrospectiva debo admitir me permitió hacer preguntas respecto a mi propia identidad, a la vida misma, a la sociedad y a muchas otras cosas que otros de mis contemporáneos no parecían compartir (digo parecían ya que no puedo asegurar con certeza si se hiciesen o no las mismas preguntas, ya que nunca fueron compartidas conmigo).
De igual manera, la misma dualidad de mi persona me permitió experimentar y adquirir conocimientos de dos sociedades distintas (tanto en lo cotidiano como en lo intelectual), y a final de cuentas, la vida es experiencia, percepción e identidad. O por lo menos eso dijo una vez un cantautor (me supongo yo).
Una de las cosas que siempre me llamó la atención, tanto en Sonora como en Arizona (e incluso hasta mi edad adulta en California), fue el cielo sobre nosotros: ese espejo negro repleto de constelaciones y satélites a miles, quizás millones, de kilómetros de donde yo me encontraba.
Y quizás fue porque el cielo nocturno del desierto (a ambos lados del borde) en aquel pasado mediano se mostraba más vivo que el cielo nocturno que veo actualmente en la gran ciudad, con pocas estrellas y muchos velos gaseosos bloqueándolas, que me preguntaba a mí mismo respecto a dios. O más bien: Dios, porque así se referían a él mis abuelas y tías.
Admito que crecí en un ambiente religioso, dentro de las filas de los católicos apostólicos romanos; ya saben, los que usaban la crucifixión desde antes que fuese popular. Y no solamente crecí en este ambiente, era esperado de mí el tomar parte en el mismo, por lo que fui bautizado, tuve mi primera comunión, mi confirmación y, más por desobediencia a mis indicaciones por parte de la ministro que por fervor religioso, tengo también el sacramento del matrimonio (¡Junte todos sus sacramentos! Cambie tres taparroscas en su iglesia local por un sacramento).
Pero en realidad, yo nunca tuve la oportunidad de tomar la decisión de ser un miembro más del culto religioso a Jesucristo, sus apóstoles, sus santos y su papa. Lo que sí tuve, fue un momento para decir “aquí hay algo que no cuadra”. O en las palabras de un guardia en cierto castillo danés: “noget er råddent i staten Danmark”.
Tendría yo unos 6 o 7 años de edad, definitivamente no más de 8, y por alguna razón me encontraba yo en Catedral, la iglesia frente (o junto a, nuevamente, perspectiva) al Palacio de Gobierno en la ciudad de Hermosillo. No recuerdo por qué motivo me encontraba ahí, pero mis memorias me dicen que no estaba ahí con mi familia.
Creo recordar que me había quedado a dormir con un amigo en su casa y al día siguiente, en vez de al despertar permitirme hablar a mis padres para que me recogieran o dejarme de paso (puesto que éramos vecinos), decidieron los padres de mi amigo llevarme a la iglesia con ellos porque ¿para qué son los domingos si no para ir a la iglesia?
Sentí un miedo infantil terrible: estaba siendo llevado en contra de mi voluntad por extraños a “alabar” a dios porque “era lo correcto”.
Nunca me preguntaron si quería ir o si creía en dios o si mi familia era religiosa. Y encima de eso si debía ir o no a la iglesia, eso era cosa de mis padres para decirme, no de desconocidos para obligarme.
Pero lo más terrible ocurrió dentro de la iglesia misma.
Debo abrir un breve aparte y decir que, para quienes no lo sepan, yo sufro de piernas inquietas; usualmente mis talones botan en su lugar de arriba abajo mientras las puntas de mis pies permanecen firmemente plantadas en el piso, o dependiendo la posición en la que me encuentre, mis rodillas ondulan en unísono. Quizás por eso se me dio tocar la batería y percusiones.
Pero eso es algo que le sucede a mi cuerpo de manera inconsciente, no lo hago por “chingar la borrega” ni por “mala leche”, como muchas personas creen. Es simplemente un tic corporal que he tenido desde niño (así como el hecho de que las palmas de mis manos sudan de manera profusa).
Sin embargo, todo esto que digo le valió madre a una señora quien, dentro de la iglesia sentada junto a mí, decidió primero golpearme en mi muslo izquierdo con mano abierta, dejándome atónito y sin palabras, simplemente mirándola, y ella, con esa moralidad superior de las personas ultra-religiosas me dijo: “¡Estate quieto! Ésta es la casa de dios”; volvió su cara de beata a la mujer sentada a su izquierda e hizo esa expresión de victoria que hacen las personas cuando creen que han tenido una victoria moral indiscutible: subir el mentón, entrecerrar los ojos y estirar el cuello en dirección opuesta a mí, como si yo apestara a mierda infernal.
Supe en ese momento que ella no estaba en lo correcto: yo no estaba haciendo daño a alguien a propósito, era simplemente mi pierna en movimiento involuntario. Y encima de esas verdades internas y sentimentales, esa mujer a final de cuentas golpeó a un niño desconocido: ni su familiar ni su vecinito, y volvió la cara con su comadre jactándose de lo que acababa de transpirar.
Cuando dije que no había hecho nada, recibí lo que se conoce como un zape en la corona del cráneo, y mi atacante y su acompañante me silenciaron con un “¡Shhhh!” escandaloso que hizo a los padres de mi amigo decir que me estuviera en paz (¡Eit: ‘táte‘n paz!).
Fui asaltado por una desconocida en la casa de su dios, el cual esperaban los demás fuese también el mío, y silenciado de manera humillante haciéndolo ver como si yo mismo tuviese la culpa de lo sucedido. Claro, porque yo era el del raciocinio adulto ahí, yo era quien tenía que navegar esas aguas tan peligrosas solo y vulnerable, con todos mis no más de 8 años de edad.
Ese fue el momento en que supe que ni esa mujer podía tener la razón, ni el inmueble en el que me encontraba podía ser en verdad sagrado si permitían a alguien ser víctima y culpable a la vez, sin razones, explicaciones o motivos (y eso que en aquel entonces las violaciones y sodomía por parte de miembros del clero a niños y niñas me eran desconocidas).
Nunca supe cómo explicárselo a mis padres, ni lo sucedido ni lo que sentí. Lo primero por vergüenza y lo segundo porque no creo haber sido capaz de comprender todos los sentimientos en su momento, sino que con los años y la experiencia fueron cayendo en sus lugares debidos los impulsos neurológicos.
Aun así, yo seguía volviendo la mirada arriba, a los cielos. Preguntándome si de verdad existía ese ser en algún fragmento escondido o aun no descubierto del horizonte, quien sabía todo y nos mandaba a todos… ah, pero eso sí: nos regaló libre albedrío también, pero no te preocupes mucho por eso, dios tiene un plan para todos al cabo…
Y así pasaron los años hasta que por fin tuve la oportunidad de dejar de aparentar, de no tener que pretender más y no tener que cumplir con las tradiciones arcaicas por miedo a que “te vean feo” los demás. Digo, no vaya a ser que no te persignes cuando caminas frente a una de tantas iglesias porque qué afrenta en contra de la vida.
Lo que no sabían los demás es que cuando volvía la mirada al cielo, no era para tratar de encontrar indicio alguno del Altísimo ni para encontrar los restos del mismo, ya que me dijo Zarathustra una vez (y a un morro de Las Quintas que estaba también ahí) que dios había muerto.
Lo hacía porque había algo más.
Porque hay algo más.
Planeta tras planeta, estrella sobre estrella, cometa sobre cometa… y posiblemente, incluso, como me dijo Giorgio Tsoukalos una vez: “no digo que sean extraterrestres, pero ahí ‘tan”, la posibilidad de vida, de “otra” vida y otros elementos.
Me preguntaba sobre el viaje interplanetario, cómo se sentirían los cosmonautas, tenía dudas sobre la propulsión de vehículos espaciales, sobre los satélites artificiales y esas preguntas, dudas y curiosidad simplemente aumentan con la edad.
Hoy en día tenemos una estación, un satélite artificial, orbitando nuestro planeta y vivimos en la época donde un hombre, que nació en la esfera donde vivimos todos nosotros, vivió por un año entero en órbita espacial.
De nuez: el astronauta americano Scott Kelly vivió por un año entero en órbita espacial. Preparando su cuerpo para estudios rigurosos que asistirán en la preparación de la tripulación de los primeros viajes al planeta Marte (2030… ¡espéralo!).
Eso es increíble. Que un ser humano, con los mismos componentes que yo tengo, viviera en espacio suspendido, sin gravedad, mirándonos a kilómetros de distancia, tratando de fijar la mirada en el planeta que habitaba.
Lamentablemente, regresando al pasado, no encontré a nadie que compartiera esa admiración.
El consenso de mis contemporáneos era: “Síguele, verás, te van a llevar los ovnis” o “¿a poco crees en esas cosas?” (Hay que recordar primeramente que el término ovni significa Objeto Volador No-Identificado, no es referente a los seres alienígenas cabezones que salieron con Scully y le dejaron a Mulder un regalo de crianza; y en segunda, ovni, proveniente del acrónimo en inglés UFO = Unidentified Flying Object, es hoy en día un término arcaico, la nomenclatura es actualmente: FANE = Fenómeno Aéreo No-Explicado, del inglés UAP = Unexplained Aerial Phenomenon)
¿A poco creo en qué? En los satélites artificiales que permiten telecomunicaciones, sistemas de posicionamiento global (GPS), transmisiones de televisión, ¡selfies!
Por supuesto que creo en la ciencia, por su puesto que creo en el espacio, en la infinidad del universo, en los hombres y mujeres que han vivido previo a mí y que han estudiado a fondo el vacío terrible del cosmos que nos rodea.
Y como si Polo Polo estuviera echándose la charra del león negro, las personas se ríen cuando respondes con sinceridad respecto al universo. Como si la idea de un amigo imaginario intangible y sin cuantificación fuera más científica que el preparamiento, construcción y navegación de un vehículo soyuz.
Así fue.
Pero a final de cuentas, hay cosas que son y que no son. Y en el entre-tiempo donde se descubre qué es y qué no es, hay quienes deciden lanzarse al cuestionamiento y a la oportunidad de resolver una pregunta primordial.
Así como la compañía SpaceX, que decidió, sin importar lo que otros dijeran o creyeran: “Vamos a crear un sistema de propulsión cosmonáutica reusable, nomás hay que ver cómo le hacemos para lanzarlo y regresarlo al planeta”. Y muchas personas, estoy seguro, se rieron o dijeron “no mames, ya quisieran”.
Y esto, sin importar cuantas personas no “creían” en ello o se burlaron, ya sucedió:
El Alí. No soy de donde vivo, ni vivo de donde soy; pero si pienso lo que digo, puedo decir lo que pienso.