Luces y sombras: Ni lunático ni olvidadizo…
Por: Armando Zamora
Como la Vitacilina, nunca falta uno en el rancho, en el taller o en la oficina.
Hasta en la casa se los puede uno encontrar.
Suelen ser cordiales casi siempre, pero de repente el cielo se les cierra y se convierten en la otra cara de su propia moneda.
Entonces andan siempre como hablando a solas, recordando asuntos que nadie entiende porque sólo ellos cargan con ese metafórico costal del día, y se pasan todo el miércoles rumiando palabras en sánscrito y mirando a los demás con un frío como de termostato en 60 ºC (oxímorons somos y en el camino andamos…).
Cuando les llega la maldición de pasar por monstruos, le echan la culpa a los demás de todo lo que aún no ha sucedido, y comulgan con Albert Einstein en aquello de que “los hechos están equivocados”.
Y sucede que al día siguiente llegan con una sonrisa de mariposas y flores radiantes que cautivan a todos, y dejan por donde pasan un reguero de felicidad que lo menos que se piensa es que quieren compartirla con el mundo, quiera o no quiera ser feliz.
Son ellos: los lunáticos, esos seres incomprendidos que se les quiere dos días a la semana y el resto se les odia con odio jarocho, de acuerdo a la famosa sentencia del Ratón Crispín.
Y nadie se explica qué atascados mecanismos humanos se tuercen cada cierto tiempo para hacer de una persona agradable, besable… vaya: amable, un ser detestable a quien se le quisiera obsequiar un pasaje sólo de ida al fin del tiempo.
Pero nadie está exento de convertirse de vez en vez, en mayor o menor medida, en el sapo que encierra al príncipe hermoso o a la princesa encantada y ser tachado de lunático, porque, según se dice, la luna nos influye a todos con su rostro luminoso y su cara oculta, de ahí el término para calificar el cíclico padecimiento.
Los expertos en el tema señalan que los científicos han estudiado desde antiguo los modelos cíclicos que ocurren en varios aspectos de nuestro ambiente y en nuestro cuerpo: “las fases de la luna —subrayan— son el mejor y más ilustrativo ejemplo de un modelo cíclico ambiental”.
Y es que todos sabemos que la gravitación lunar afecta los niveles de las superficies de agua y el flujo de las mareas.
¿Por qué se dice que las fases de la luna nos afectan, poco o mucho, dependiendo del carácter y fortaleza de cada uno?
Los científicos sustentan la teoría de que la luna nos trastorna porque el cuerpo humano está compuesto en un 80% de agua.
Por otro lado, a esos flujos de naturaleza cíclica que de igual forma afectan nuestro cuerpo se les conoce como biorritmos.
Aunque los biorritmos no han sido comprobados con evidencia científica (por lo menos en nuestra cultura) durante años mucha gente ha creído en su efecto. La creencia es que cada persona posee, por lo menos, tres modelos de biorritmo que son de importancia:
+ El físico, que determina nuestra fuerza y coordinación, y también influye en nuestra resistencia al dolor y en nuestro sistema inmune.
+ El intelectual, que determina nuestra capacidad de aprender; es decir, que afecta nuestro pensamiento lógico y analítico, nuestra memoria y la habilidad de tomar decisiones.
+ El emocional, que afecta nuestras sensaciones y humores, y también afecta nuestra estabilidad emocional.
Así que si esta mañana su pareja no le dio el “buenos días” de siempre, no necesariamente es porque ya se le acabó el amor, también existe la posibilidad de que la luna y el biorritmo anden haciendo de las suyas.
Y vale más esto que lo otro, ¿no?
“Cosas de la luna”, dirían por ahí, antes del eclipse, claro…
Cosas de la luna…
…
Pero yo soy un misántropo con toda la barba. Nada de lunático ni cosas de ésas.
Un misántropo social, con una agenda corta y una memoria larga.
Y cuando me acuerdo de algo, en verdad me acuerdo.
Lo malo es que me da luego me da por recorrer las calles del olvido y se me enchueca la vida de vez en cuando.
Por ejemplo, el domingo fue Día del Padre, pero yo me acordé más de mi madre.
Bueno, mi padre ya no está por aquí, y tal vez por ello agarré otro rumbo.
Y recordé cuando doña Olga (mi madre, bohemios) nos enviaba a mis hermanos y a mí a misa (a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en Navojoa) en aquella hora terrorífica de mis domingos infantiles, no sé cómo hacía mi espíritu para separarse de las miserias que conformaban mi cuerpo (lento y miserable animal que soy, que he sido, paráfrasis a Jaime Sabines, lo siento) y se iba de parranda a no sé dónde, mientras que lo que quedaba de mi tristeza hecha carne se instalaba estratégicamente entre Salvador y Raúl (mis hermanos, ciertamente: los pilares de mis recuerdos infantiles) y se dormía plácidamente antes de que el cura en turno pidiera que nos declaráramos culpables de un crimen que no habíamos cometido, como en la serie “El fugitivo”, con David Janssen.
Debo decir que yo me negaba a golpear mi pecho durante el Confiteor porque no tenía nada de qué sentirme culpable, a no ser el innoble y oculto deseo de saber qué había más allá de los confines del universo: como veis, mi curiosidad de niño no tenía límites.
(Ahora ya no me interesa tanto ese asunto porque, según he leído, el universo no tiene confines, de acuerdo a los trabajos del astrónomo norteamericano Vesto M. Slipher, a quien no tengo el gusto de conocer, quien descubrió en 1912 que el universo se está expandiendo. Qué miedo, ¿no?).
No recuerdo mucho de mis domingos de esa parte de mi infancia, cuando mis hermanos y yo podíamos navegar a solas tres cuadras para llegar a la iglesia, escuchar misa y regresar a casa a recibir los cariños de doña Olga, que nos esperaba como supongo que una leona satisfecha espera a sus cachorros cuando se van de cacería.
Tengo la sensación de que esos domingos de mi infancia, cuando mi madre nos mandaba a la guerra religiosa como si hubiésemos sido caballeros templarios (de los de a de veras) en una de las múltiples y fallidas cruzadas, se me fueron borrando de la memoria poco a poco, hasta quedar un hueco pastoso en el pasado donde perfectamente podría acomodar algunos rencores y miles de pedacitos dominicales, como si alguna gigantesca picadora de papel hubiera triturado aquellos días y los hubiese acumulado debajo de la alfombra de aquellos días, como basura del tiempo.
Hoy, a cierta hora de los domingos, de esos días, que a veces tienen un sabor como de bilis mezclada con desesperanza, me llega el recuerdo de aquellos jirones de misa que no alcancé a escuchar nunca porque, entre Raúl y Salvador, me quedaba dormido como esperando que pasara el tiempo, ese tiempo que no pueden calcular los relojes, sino los deseos de meter ese tiempo en una botella…
Sí, como Jim Croce…
Ese lunático festivo.
Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.