viernes, noviembre 22, 2024
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Luces y sombras: Francia, ¡otra vez!

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraEl 14 de julio pasado, la muerte colectiva volvió a sacudir a Francia. Pocas personas pueden decirse medianamente enteradas del porqué ha sucedido en un tiempo relativamente corto este tipo de tragedias en ese país. De hecho, hace un par de días miré en un diario local una caricatura donde se mostraba a la Torre Eiffel gritando “¡Basta! ¿Y a nosotros por qué?”, en directa proyección de la ignorancia del monero sobre esos hechos.

Si recordamos un poco (digo: los líderes de opinión deben tener memoria, al menos), en los atentados del pasado 13 de noviembre en París, el discurso del presidente francés François Hollande es una copia al carbón de aquel balbuceo de George Bush y de sus asesores, que lo primero que buscaron fue venganza, aun antes de explicar qué había sucedido en su territorio.

“La respuesta de Francia será inmisericorde —sostuvo el mandatario galo—, y añadió: Usaré todos los medios dentro de la ley en cada frente de batalla, aquí y en el extranjero, junto con nuestros aliados”. Y sin tener un recuento total de los hechos, en respuesta la aviación francesa lanzó un feroz ataque sobre Raqqa, ciudad de Siria en la que el Estado Islámico (EI) tiene una de sus plazas fuertes, pero donde también viven civiles que no son militantes del también llamado ISIS.

Para entender la ola de violencia, hay que entender también —más que el fanatismo religioso—, la complicidad y la necesidad de armas del terrorismo mundial. El terrorismo mundial necesita armas, y las grandes potencias —Rusia, Estados Unidos, Alemania— surten y capacitan a los combatientes, independientemente de cuál sea su causa y quién su enemigo. No olvidemos que Estados Unidos ha sido maestro de grandes delincuentes, algunos de los cuales ha debido aniquilar en nombre de la democracia y la libertad.

Francia está herida, y con justa razón. Y en esta cruzada contra el Estado Islámico indudablemente lo acompañará Estados Unidos por múltiples razones, entre ellas para divulgar el discurso demagógico de una libertad y una democracia mal entendida y, más que todo, para participar en el negocio de la guerra. De hecho, está presente en el discurso de Hollande.

En términos de “libertad”, “igualdad” y “fraternidad”, Estados Unidos y Francia comparten una historia oscura de largo aliento que podría coronarse con el golpe de Estado en Haití, en 2004, dirigido, operado y equipado por las fuerzas norteamericanas y el gobierno francés contra el presidente Jean Bertrand Aristide.

François Hollande ha dicho que los ataques contra el pueblo francés son “actos de guerra cometido por un ejército terrorista”.

Lo que no ha dicho es que es una guerra en la que él metió de lleno a su país y a su pueblo, cuando el ejército francés se sumó a los bombardeos sobre posiciones del Estado Islámico (EI) en Siria, bajo el argumento de que este grupo suponía una amenaza directa para su seguridad nacional.

El presidente Hollande ha demostrado ser la persona menos adecuada para enfrentar este tipo de tragedias: todo lo etiqueta con la sangre de “terrorismo”. En respuesta a lo sucedido en Niza, el presidente galo respondió tal como ha venido respondiendo de manera sistemática: prolongación del estado de excepción y redoble de los ataques al ISIS. Recuerda los tiempos y maneras de George Bush hijo, uno de los peores mandatarios que ha tenido Estados Unidos y cuya única verdad era “muerte a los infieles”, antes de reflexionar sobre actos propios y políticas internas.

Es verdad: la muerte, en sí misma, supone una atrocidad incomprensible, como ha dicho la analista Almudena Grandes. Las pérdidas humanas, irreparables por naturaleza, son reflejo de una democracia endeble, donde la comercialización es la prioridad, alimentada por un fanatismo envuelto en la bandera nacionalista de un discurso en el que las armas y el ejército toman el papel de nuevos caballeros templarios, que luchaban no sólo contra los infieles, sino contra los mismos cristianos que osaban ponerse frente a ellos para defender sus propiedades.

No es gratuito, pues, que en cada imagen televisiva se enfoquen a los militares por encima de la población civil desguarnecida, herida, sangrante, porque es inútil enfrentarse al fanatismo de los gobernantes, ya que ellos tienen la sartén por el mango al doblegar con minucias a los muchos medios de comunicación carentes de ética, y acallar bajo la alfombra de la ignorancia a los pocos medios críticos que intentas encender una tenue luz en la cada vez más adormilada razón de la ciudadanía.

La ferocidad de las muertes violentas las hace todavía más dolorosas, añade Grandes, y el azar incrementa exponencialmente el horror. Ante una masacre gratuita, el ansia de venganza es una respuesta humana que forma parte, incluso, del imprescindible proceso del duelo. Pero el sufrimiento no debería estorbar a la razón.

Lo que pasó en Niza debería encender nuevos focos en la lucha contra la delincuencia común y contra el terrorismo extremista. En vez de ello, sin tener pruebas de que los hechos acaecidos el 14 de julio fueron producto de lo segundo, Hollande azuzó no a la población, sino a los demás países de la Unión Europea y aliados transoceánicos, que todo fue fruto de un fanático liderado por ISIS.

Para el presidente francés, el conductor del vehículo que arrolló a una multitud desprevenida que disfrutaba de un día de fiesta, era un terrorista islámico. Sin embargo, los conocidos íntimos del tunecino Mohamed Lahouaiej Bouhlel lo recuerdan como una persona cuya conducta era diametralmente opuesta a los yihaidistas: inestable, violento, divorciado por maltratar a su mujer, aficionado al juego, agnóstico y consumidor de hachís.

Era un tipo perturbado, como millones de individuos que circulan por las calles del planeta, y que no necesariamente son seguidores de alguna secta fundamentalista que no sea la simple sobrevivencia. Y que Hollande lo bautice como militante de ISIS para obtener apoyo internacional no lo vuelve un terrorista.

Mohamed Lahouaiej debe ser recordado por su último acto en la vida como un vil criminal que cortó de tajo la vida de casi un centenar de personas que se divertían tranquilamente en un lugar turístico que celebraba por todo lo alto la toma de la Bastilla, la fiesta nacional por excelencia, y esperaba el momento cumbre y más especial de la noche: los fuegos artificiales, pero el destino había escrito otro final, pues el vehículo tenía vía libre para permanecer en la zona y Mohamed puso su camión a 80 kilómetros por hora, embistiendo a buena parte de las 30,000 personas congregadas en el Paseo de los Ingleses.

Se ha visto, pese a los esfuerzos de Hollande por agregarle características fundamentalistas al acto, que sin banderas y sin siglas, Mohamed Lahouaiej y su camión bastaron para sembrar el mismo pánico que suelen cosechar los francotiradores y los suicidas que detonan un cinturón de explosivos. Y el hecho de que actuara por un impulso, en solitario, es lo que debería tenerse en cuenta. Lahouaiej ha enseñado al mundo entero cuánto daño puede hacer un simple camión de alquiler.

¿Cuál fue la respuesta de la presidencia francesa? La promesa de intensificar los bombardeos en Siria y en Irak para vengar a sus víctimas. Es decir, cobrarse en el exterior lo que debería cuidar en el interior de sus fronteras.

Para no pocos estudiosos, lo que busca Hollande es alcanzar la democracia extraña de Estados Unidos: una democracia militarizada, acusada de violencia policiaca y manchada por el racismo y la xenofobia, una en la que todo “lo malo” viene del exterior, mancillando un nacionalismo cada vez más endeble, esa democracia y ese nacionalismo que ahora mismo representa Donald Trump.

 

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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