jueves, noviembre 21, 2024
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Luces y sombras: La lluvia es una monserga divina

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraCuando llueve, hay un cierto aire de familia en el ambiente: recuerda uno la infancia, la risa festiva de los abuelos, la mirada complaciente de los padres, el humo del cigarro que se apretaba bajo la cortina de agua, el vapor aromático del café, la voz de mamá cantándole un  bolero de amor a la esperanza, el chapoteo de los pequeños pies del barrio entre el lodazal de la felicidad, el arroyo chocolatoso pisoteado por los sueños del instante y el coro estruendoso de niños peces, niños batracios, niños sibilantes escurriendo alegría a gritos: “Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva…”

¿Cómo olvidar los días de lluvia cuando la infancia nos llenaba la mirada de calles sin pavimento, en el mejor de los casos empedradas, de lomas verdes que se perdían en montes jubilosos de plantas y animales sin dueño, de la profunda sensación de felicidad que nos arrebataba el alma, como años después nos la arrebataron aquellos ojos oscuros y aquella boca sonriente y aquel cuerpo tembloroso a la luz de la luna? ¿Cómo olvidar que el agua era el elemento de los sueños y que nos llevaba de la mano a la escuela, descalzos y en pantaloncillos cortos, saltando charcos enormes poblados de barcos piratas y tiburones de la imaginación? ¿Cómo olvidar que del otro lado de la lluvia había siempre un arco iris fascinante que guardaba en sus puntas ollas llenas de oro para el afortunado que alcanzara a llegar hasta allá?

Ahora, cuando llueve, sólo nos queda un cierto aire de familia que nos hacer recordar, en medio de la tristeza, los viejos rostros de nuestros padres y abuelos, que alguna vez nos vieron jugar a ser niños de agua bajo los besos de la lluvia, mientras el café y el cigarro despedían volutas cadenciosas que se desmoronaban entre las gotas de la vida. Ahora la lluvia es más un aviso de dolor, de fastidio, de desesperanza: ¿Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva?

“Cuando llueve me dan no sé qué las estatuas, nunca pueden salir en parejas con paraguas y se quedan como en semisueño, solitarias”, dice Mercedes Sosa en una hermosísima canción de María Elena Walsh. Y habla de los parques a solas, de la fatalidad de las estatuas ahí, en las plazas vacías, sin más compañeros que el rumor de la lluvia y corretear de pasos que van hacia ningún lado para guarecerse del agua.

Yo espero la lluvia cada vez que veo cruzar por el cielo insectos manchados de blanco. Y es que me viene el recuerdo exacto e inevitable, como inevitable llamada mañanera de Liverpool pasadas sólo unas horas del límite de pago, de aquella infancia navojoense (de nuevo), en el patio de aquella casa de la avenida Morelos, a la sombra inmensa de un guamúchil, cuando los niños que fuimos en aquel barrio atrapábamos caballitos del diablo —aquellos insectos formidables con antenas enormes que ahora envidiamos, según me han confesado algunos miembros de mi degeneración preparatoriana, para presumir virilidades de la ficción por fatigadas ciertamente— y le echábamos puñados de ceniza en el lomo antes de soltarlos porque sabíamos, estábamos más que seguros porque la ciencia es ciencia hasta en Navojoa, que esos insectos voladores llegarían hasta el mismísimo San Pedro y harían ver el reclamo de lluvia que unos simples pero felices mortales le hacíamos en medio de la canícula amarilla de esos años.

Sí: era el tiempo también de la caza de mayates y de caballitos del diablo en busca de la lluvia, a los que atábamos un hilo de coser a una de sus patas o por la cintura —hilo tomado subrepticiamente de la cajita de costura de doña Olga, de doña Centolita, de doña Carmen, de doña Socorro y de todas las doñas que personificaban a nuestras madres, bohemios, dios tenga a buen recaudo a la mayoría de ellas— y después lo soltábamos para que volara frenéticamente a nuestro alrededor hasta que el animalito se enfadaba como chofer de camión urbano sin radio y sin la cumbia del momento: “Ando bien pedo (bien loco, cantándole al recuerdo mis penas… etcétera)”, o nosotros nos enfadáramos como pasajeros de camión urbano a expensas de un chofer con radio: “bebiendome la vida perdido, jodido entre las noches sin tu cuerpo, yo si te necesitooo… te necesitoo…”

¡Qué paradoja tan del pasaje urbano! Con los años, la mayoría de aquellos niños fascinados por los insectos de la lluvia dejamos de cazar aquellos animalitos verde bandera. Y es que entre los mayates y los caballitos del diablo de la infancia y la lluvia que habitaba bajo sus alas, y los mayates del presente y los restos de humedad, hay un millón de palomas de distancia, tendidas por cierto en el alambre de las nubes que algunas tardes nos llevan a viajar a la infancia, a esperar con impaciencia la lluvia para saltar jubilosos bajo los chorros de agua en pantalones cortos ante la mirada cuidadosa de mamá, que un día de lluvia se nos fue de entre las manos como arena entre los dedos, diría el poeta…

Uno se pregunta entonces, ¿en qué momento de la vida la lluvia dejó de tener ese significado amable y amoroso, sencillo, supremo? ¿En qué registro del tiempo, en qué proyecto, bajo qué carpeta de qué programa municipal la lluvia fue motivo de desprecio, de prevención, de miopía del corazón? ¿Acaso por malos cálculos humanos hemos de abandonar para siempre ese cierto aire de familia que acarrea la lluvia, y dejarlo archivado en las gavetas del mal olvido como experiencias de la tristeza?

No lo sé, sólo sé que cuando llueve, por entre las cortinas transparentes del agua, alcanzo a distinguir a un puñado de chamacos de aquel barrio en el que fui, jugando a inventar la felicidad una y otra vez…, pero luego llega la realidad y nos pone a todos en nuestro sitio. Esa realidad que existe como algo concreto. La realidad cotidiana de todos los días, no la de las películas o las de las series televisivas. Una realidad que nos hace humanos, y que a veces nos trata peor que a animales.

Y entonces la lluvia deja de tener ese aire nostálgico y se llena de pesadumbre: baches, árboles caídos, autos varados y casas a punto del derrumbe por las goteras. Luego llega el diálogo en un susurro triste:

– La lluvia es una bendición…
– Pues será una bendición, pero mientras el techo esté con tantas goteras, no puede ser más que una monserga, un fárrago, un embrollo, una insolencia…
– Y sí, tendrás razón…

Yo digo que la lluvia son lágrimas de dios, de un dios, de cualquier dios, el que sea. Aunque no sé por qué son esas lágrimas: si porque está triste, si porque feliz, o simplemente porque a veces los dioses tienen que llorar para darle servicio al tinaco o al boiler del alma. Yo qué sé. Eso mejor se lo preguntan a los representantes plurinominales de dios en la tierra, ésos que son elegidos por dedazo, ni más ni menos: el papa, los cardenales, los ministros de la iglesia luterana, los hermanos mayores de las congregaciones cristianas, más los personajes bíblicos que se acumulen en la semana.

Y, encima, la lluvia es como un puñado de palomas que posan tendidas en el alambre del cielo mientras el agua de vida se escapa de esa inmensa y celeste fuga y cae en picada cual papalote de Silvio Rodríguez buscando la garganta febril de esta tierra sembrada de verano y del recuerdo grisáceo de un tandeo politizado.

Como sea, si monserga o bendición, la lluvia es la oportunidad que tenemos en esta región de sentirnos vivos —seres normales compuestos por dos terceras partes de agua y otras dos de carne asada— que vamos y venimos por los diferentes ríos del día bajo un sol como ojo de cuico en busca de la infracción; sol que nos tuesta como a granos de café y nos deshidrata las emociones, así que cuando llegamos a casa no somos más que guiñapos lentos que se bebe lentamente, golpe a golpe, verso a verso y sorbo a sorbo, esa mujer o ese hombre o ese híbrido de la pasión que nos abraza en agonía amorosa bajo la cadencia mágica de la complicidad de la medianoche para dejarnos como sobrecito de te Lipton, con el cordón todo mojado y guango y la etiqueta como lengua de fuera: ¡bendita sea la lluvia, chingao!

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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