Die Woestyn: La fantasía… ¿final?
Por Alí Zamora
Hay recuerdos, para bien o para mal, que uno no puede necesariamente borrar “así como así”, sencillamente. Sean estos positivos o negativos, la memoria humana no nos pregunta antes de dejar una impresión permanente en nuestras vidas, para, años en el futuro, tener que desembolsar buena lana para que nuestro terapeuta nos diga: “¿No crees que por eso tienes un aborrecimiento a la coliflor?”
A ciertas personas les ocurre. Y yo me cuento dentro de ellas.
Hay imágenes y memorias, tanto constructivas como destructivas, que llevo dentro de mi ser (como muchos otros las llevan de igual manera) las cuales me han formado de cierta manera.
La precedente canción, es una de esas memorias.
Positiva le diría yo, debido a todo lo bonito que recuerdo gracias a los acordes arpegiados que la misma evoca.
De pequeño (en la primaria) mi madre me leía cuentos para dormir (yo, no ella), ya que por alguna razón me era difícil conciliar el sueño. E incluso con la mente cansada después de darle seguimiento a Simbad, el Gordo Alfredo, al ave Roc o el Nahual, permanecía ojiabierto en la oscuridad por un período de tiempo (que en mi cerebro de niño parecía una eternidad) hasta que la sombra del sueño cobijaba mi mente hasta el día siguiente.
Yo estaba conciente de que no vivía en el mundo de Simbad, el Gordo Alfredo o el ave Roc —curiosamente el Nahual siempre estaba peligrosamente cerca, más nunca le vi— por lo que debía conformarme con las ideas dentro de mi imaginación. Lo que hacía que mi cerebro, en su tiempo despierto, se viese poblado por infinidad de “y si…”.
¿Y si Simbad el marino no se hubiera escondido en el nido del ave Roc?
¿Y si el Gordo Alfredo no hubiera podido rodar?
¿Y si el Nahual me lleva y mis papás no se dan cuenta?
¿Y si Carlos Salinas de Gortari sí sabe por qué mataron a Colosio pero no dice?
Mi madre buscaba que por fin durmiese y la dejara en paz por unas cuantas horas nocturnas, pero de alguna manera despertó algo que hizo que mi mente fuese diferente a otras. Las ideas de la nobleza de los líderes heroicos que son seguidos ciegamente por sus vástagos, de lo correcto y lo incorrecto, de la incansable e impalpable lucha del bien contra el mal.
Y esas ideas, mezcladas con un catalizador imprevisto, fueron lo que le dio un tinte determinante a la visión de vida que tendría; dicho catalizador fue el enemigo incipiente de todo maestro que dio clases entre finales de los 80’s y mediados de los 90’s: El Nintendo.
Nótese que “El Nintendo” era el término utilizado por padres y/o maestros para nombrar a todo aparato capaz de reproducir videojuegos en casa. Ya fuese un Atari, Sega Genesis, TurboGrafx 16 o la epónima consola (Nintendo).
Una navidad, la de 1990, fue que llegó el (entonces) académicamente repudiado aparato y continúa conmigo hasta la fecha.
Inicialmente mi conciencia me hacia estar al tanto de la corta popularidad de los videojuegos y las consolas domésticas entre mi círculo social escolar, por lo que miraba el aparatejo como algo para matar unos 30 minutos de tiempo. No podía pensar que era algo serio, ya que los adultos a mi alrededor le decían: chatarra, chingadera, la cosa esa, ninten-no-se-qué, o utilizaban términos como enviciado, atrofiado y enajenado.
Pero un día cambió el asunto, fue después de que (a regañadientes y muy a fuerza de una boleta con buenas calificaciones) el llamado “Súper” Nintendo llegó a mi posesión.
Eran los tiempos aquellos de “prestar juegos” o “cambiar casetes” (acciones idóneas para “perder” o, si es mañoso uno, robar videojuegos).
Y un día, un compañero de clase que le entraba a ese sistema económico local de la compra-presta, me anunció que estaba vendiendo sus juegos de “Súper” (y también su Súper Nintendo, para comprarse un Sega, decía). Después de ser mostradas las opciones, me decidí por un cartucho gris con su debida etiqueta negra con rojo que mostraba una espada contrapuesta sobre una esfera de luz y su título correspondiente:
Final Fantasy II
Para los que desconocen de lo que hablo, la serie de videojuegos Final Fantasy pertenece a lo que se le llama juegos de rol (en inglish “Role Playing Games”) o RPGs (por sus siglas en el idioma de Trent Reznor) y son videojuegos cuyas historias se encuentran meticulosamente localizadas en reinos de fantasía pura.
Mundos con nombres como Gaia, Blue Planet, World of Balance, World of Chaos, Gaia (otra vez), los cuales eran poblados por personajes como Moogles (creaturas malvavísquicas antropomórficas), Chocobos (aves galliformes leales sin vuelo), Yetis, Ninjas, Paladines, Caballeros Oscuros, Caballeros Dragón, Hechiceros de Magia Blanca, Negra y Azul, Pilotos, Invocadores y misceláneos.
(Y un detalle curioso aparte: el videojuego que tomé prestado dentro de la serie cronológica de Final Fantasy —que actualmente consta de 15 videojuegos— es en realidad la cuarta entrega, pero fue publicado y vendido fuera de Japón como la entrada número dos en la serie, ya que los videojuegos II y III originales no fueron vendidos fuera del archipiélago asiático, lo que dejó como resultado una línea cronológica similar a la de las películas de Star Wars: “a ver niños contemos del 1 al 9: 4, 5, 6, 1, 2, 3, 7 pero 8 y 9 no salen aún”).
Así que, en cierta manera, ese videojuego me estaba dando “en mi mero mole”, como dicen en Santa Rosalía de Ures, pueblito donde nació mi abuela paterna.
Sin embargo, hubo dos cosas que de verdad me atraparon por parte de este videojuego. Y no vamos a decir que fueron su sonrisa y su sentido del humor.
Lo que de verdad me sumergió en el mundo del planeta azul (Blue Planet) con sus dos lunas fue, en primera, la música.
Con todo y las limitaciones de 32-bits que tenía el sistema de videojuego, era una composición que nunca había escuchado antes (y eso que ya había jugado Mario Bros. 2 y 3) y que, a mi ver, se habían propuesto diseñadores y el compositor (el legendaddy Nobuo Uematsu) te amarrara desde el momento en que se encendiera la consola, ya que la primer pantalla introductiva permanecía en el preludio musical hasta que el jugador, en este caso yo, decidiera comenzar su “New Game”.
En segunda (respecto a lo que me atrapó del videojuego): la historia del mismo.
Mencioné que ya conocía a Mario y, lamentablemente, Luigi y sus tipos de aventuras era lo que hasta ese entonces entendía yo como videojuegos. Una historia estática en dos dimensiones donde los niveles se repiten pero en diferentes tonalidades de colores y, si eres suertudo, vas a tener la paciencia suficiente para evitar el “Game Over” por unos 45 minutos antes de aventar el control a la televisión.
Final Fantasy no era así. Y hasta la fecha no ha sido así.
Historias que involucran temas religiosos, de conversión humana, de amor y odio y abandono, y, hasta ese entonces inaudito, de vida y muerte explícita —no simbólica.
Iniciando el “New Game” como Cecil, el caballero oscuro, líder de las fuerzas aéreas del reino de Baron, te ves involucrado en una maquinación marcial de implicaciones mundiales. Todo bastante interesante y estándar en cuanto a la fantasía común.
¡Pero momento! A mitad de juego el caballero oscuro ¡renuncia a sus lealtades!, a su espada y a su reino; entabla un peregrinaje de expiación buscando lavar sus pecados belicosos y convertirse en el Paladín y poder, finalmente, esgrimir la espada blanca mágica que encontraste en el tercer calabozo del videojuego pero que no podías utilizar hasta ese entonces (nivel 30 de experiencia es requerido).
Nunca antes había encontrado temas tan profundos y honestos (fuera de la literatura), y ese fue para mí un parteaguas, ya que me di cuenta que no había necesidad de encausarse dentro de ciertos parámetros predeterminados. Si el caballero oscuro puede, a final de cuentas, convertirse en un paladín, el videojuego puede, a final de cuentas, ser un vehículo para la voz quedita de la esperanza.
Y sinceramente, lo que inició con una serie de videojuegos (que como he mencionado, aún continua en sus inclusiones) tratando de mostrar originalidad en cuanto a su producto, ha sido apropiado por tantos diseñadores, coloristas, escritores, modelistas e ingenieros de videojuegosidad, que hoy en día los nuevos productos lanzados para el PlayStation 500, Xbox 0.05 Beta, Nintendo Wiiniverse y demás consolas, son altamente criticados si las historias asemejan aquellas estáticas y añejas fabulas de: “salvar a la princesa del castillo”.
Hoy en día, el protagonista —hombre o mujer— requiere un alma humana compleja, una personalidad fuerte e inalterable, y, dependiendo del tipo de juego (acción, rol, acertijo, plataforma), una armadura brillante o un bikini pequeño y ajustado.
A final de cuentas, cuando mi madre dio el ultimátum de que no me compraría el videojuego —y al haber sido apropiado por mi hermana mayor, quien alcanzó calabozos más lejanos a los que yo alcancé— fue requerido regresar el cartucho de Nintendo. Mismo que fue recibido con un “ni me acordaba”.
Y seguí la primaria con los recuerdos de Cecil, Rosa, Kain, los gemelos Palom y Porom y el sabio antiguo Tellah. Hasta reencontrarme en la secundaria con la serie —por primera vez en polígonos limados por computadora hasta asemejar la tercera dimensión—. Fue agridulce porque era increíble reencontrarse con los amigos que uno había creído perdidos para siempre entre los pixeles de la modernidad y el paso del tiempo, pero se da cuenta que aunque la nobleza del espíritu continúe existiendo, la visión que uno tiene de la misma es la que cambió… o cambia.
Pero eso sí: siempre regresamos a que qué bárbaro de compositor es Nobuo Uematsu:
El Alí. No soy de donde vivo, ni vivo de donde soy; pero si pienso lo que digo, puedo decir lo que pienso.