Imágenes urbanas: Carta al padre ausente
Por José Luis Barragán Martínez
Querido padre; te escribo esta carta a sabiendas de que nunca la leerás… supongo. Sé que la muerte es algo común, sin embargo, estoy seguro que en tu temprana partida hace cincuenta y siete años, cuando yo apenas tenía cinco, estuvo la fuente de mi timidez y de mis inseguridades.
Nunca olvidaré los toquidos nocturnos en el zaguán de madera de nuestra casa allá en el pueblo, toquidos fuertes que presagiaban que algo malo había ocurrido, y así fue. Pronto todo era un ir y venir, las mujeres llorando, y nuestro domicilio se convirtió en el centro de atención, el accidente había sido fatal: a pesar de la lluvia de un raro ciclón a mediados de marzo que ya llevaba dos semanas, te empeñaste en ir a la parcela a ver qué había pasado con las dos o tres vacas que tenías y te desbarrancaste con todo y caballo. Pinches vacas.
Todos me abrazaban, pobrecito, decían, tan chiquito que está, y me daban una moneda. El cajón, nunca había habido algo tan lujoso en mi hogar y tú adentro, con aquel rostro tan indiferente a todo, a los cirios, a las coronas y las flores, a los rezos todo el día, yo sentía como que era una fiesta, nunca había habido tanta gente en la casa. Y te llevaron y te sepultaron, y yo no sabía lo que me esperaba.
Con el paso del tiempo me fui sintiendo diferente a los demás niños: cuando mi madre me llevaba a misa me tenía con ella en las bancas de las mujeres, mientras que a los demás niños sus papás los tenían con ellos en la hilera de los hombres; cuando los otros pequeños peleaban sus papás los animaban diciéndoles “¡no te dejes, dale, dale, que pa’ eso es hombre!”, mientras, para mamá el menor indicio de pleito era motivo de una llamada de atención.
Un gran vacío empezó a nacer en mis adentros. Mamá era buena, yo estaba seguro de que todas sus acciones eran por mi bien, quería hacer de mí un hombre de escuela aunque ella misma no supiera leer ni escribir, y aunque lo hizo muy bien porque tomé amor por los libros y respeto por la cultura, había una gran necesidad en mi interior, padre, de sentir tu mano oprimiendo la mía, de escuchar tu golpe de voz.
Qué maravilla es el cerebro, y ante tu gran ausencia y la gran necesidad por ti fui rescatando y conservando los recuerdos de cuando vivías y cuando me abrazabas, y casi estoy seguro papá de haber visto, escuchado y sentido tu felicidad cuando al parir mi madre le dijeron que el recién nacido había sido varoncito.
Solo cinco años te disfruté, pero a veces pienso que te he gozado más que si todavía me vivieras. ¿Recuerdas cuando me llevabas en la silla del caballo delante de ti oprimiéndome contra tu pecho, protegiéndome? ¿Cuándo llovía durante varios días y que tú ordenabas que me dieran atole calientito para que no me fuera a enfermar? ¿Cuándo me llevaste a la ciudad a comprarme huaraches dobles y que mientras me los estaba midiendo tocaron en la radio Nunca en Domingo, tan de moda en aquel entonces? ¿Recuerdas cuando de recién me metieron al Kinder y que en el desfile de carnaval me escogieron de chambelán de la princesa, que te llenaste de orgullo cuando te enteraste y por eso, cuando te ibas a trabajar al potrero siempre dejabas dicho que me cuidaran para estar listo el día de la gran fiesta y que justo un día antes, cuando andaba cortando guamúchiles con un gancho de otate, se me soltó haciéndome una herida en la frente cerca del ojo derecho y que te enojaste mucho; pero a pesar de todo salí en el carro alegórico y desde allí te saludaba y tú me contestabas con tu sombrero diciéndole a la gente “ese es mi hijo”?
Este es mi gran tesoro, padre, mis recuerdos por ti, por eso nunca me ha interesado ser un hombre rico y poderoso, de esos que manejan mucha gente, con grandes mansiones y carros último modelo, no, a mí me gusta soñar, soñar contigo, papá, y como solo te conocí de niño cuando te recuerdo me siento niño, con una felicidad nada complicada, sencilla, a veces pienso que esa, esa, fue tu gran herencia.
*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador