La Perinola: Claudicación
No sé bien, la verdad, cómo fue que la conocí, o quizá se precise un verbo mejor, más humano y justo que me explique la hora feliz, la hora radical en que ese que alguna vez fui tuvo el primer impulso de escupir un verso inicial sobre una página que -bendito Dios- el olvido se encargó de borrar para siempre; pero decía, no sé bien cómo fue que llegó (digámoslo así) hasta mi vida y se hizo parte fundamental del día a día, como comer, caminar, bañarme, escuchar radio o leer en mi sillón un par de horas a Bowden, Harrison, Abbey y otros locos del desierto en los que a veces creo. Estoy hablando, claro está, de la poesía.
Por: Álex Ramírez-Arballo
Yo era un niño como todos, y como todos jugaba y andaba por el mundo natural. Amaba los pájaros y el desierto, el beisbol, el agua fresca, el monte bruto, el mar de lejos, el aroma de las cocinas y las raíces nuevas. Yo era un niño que se abría a la maravilla de su propio cuerpo y se descubría jadeante y feliz, corriendo con otros niños y con perros, o volando papalotes con sus hermanos en un día claro de abril. El viento levantaba mis armatoste de carrizo y papel de china y los llevaba muy alto, muy lejos, y hojeaba maternalmente mis cabellos de salvaje. Pero todo esto no es poesía, es memoria, es una reconstrucción de algo que fue vida bruta. La poesía llegó después, insisto,con un delicioso aroma de revelación y de prodigio. Fue algo que me quemó la mano derecha como el hilo de esos papalotes broncos que me arrebatara alguna vez el viento: di un salto hacia atrás, asustado y conmovido por el vértigo nuevo. Todo esto que escribo no es sino un querer saber lo que me está diciendo la cicatriz de aquella quemadura.
Aprendí algo muy pronto: se escribe con el oído
Los primeros versos los escribía a escondidas, como si hubiera algo de sacrílego en aquella práctica solitaria, pecaminosa y corporal, placentera e insuficiente de querer atrapar entre las redes de la página algún hermoso pez de tinta definitiva. Aprendí algo muy pronto: se escribe con el oído. Descubrí también que los poetas no crean sino atienden, dialogan con todo eso que llamamos mundo. Supe que quería hacer lo mismo a pesar de que todo al escribir es ir cuesta arriba, hundiendo la nariz en lo imposible y aspirando a decir algo más, comprensible y necesario, algo que hace falta como el aire y que, como el mismo aire, es inasible.
Estoy convencido de que la poesía me salió del cuerpoigual que salen los pelos o las manos, las uñas o las miradas: un día se me plantó delante y me dijo: “Aquí estoy ya, Alejandro”. Desde entonces no he podido hacer nada para escaparme de su compañía; y mira que lo he intentado. Me he inventado amantes entre los libreros de bibliotecas solitarias, me he ido a caminar durante días a los montes para no dejarme alcanzar por nada o por nadie, me he vuelto sordo como las piedras; pero nada de esto ha servido para recuperar mi libertad. En todos lados vuelve a aparecer: desnuda y tierna, hablándome, diciéndome que me espera, que la cosa es así y que así como la vida a algunos los hace cojos o zurdos o les cubre la cara de pecas, a mí me ha dado el deber inútil de escribir poemas que muy pocos leen y ciertamente a nadie interesan.
¿Qué es eso que en esta página ahora mismo está latiendo? ¿Qué prodigioso combustible es el que anima las llamaradas de algunos versos con fortuna?
Si se lo piensa bien, en realidad todo poema es un exceso, un gesto inmotivado del hombre que pone sobre el papel una palabra y luego otra y otra, y descubre que de aquel puñado de voces saltan chispas y luego se escuchan unas como campanas lejanas; entonces se acerca a la tierra como los apaches de las películas, con la oreja aplastada contra el polvo y descubre –maravillado y atónito- que debajo de aquel suelo prodigioso vibra algo que no parece ser de este mundo, algo como una corriente profunda que se parece a la sangre de nuestro cuerpo, que se encadena con duros eslabones y golpes de tambor en las venas. ¿Qué es eso que en esta página ahora mismo está latiendo? ¿Qué prodigioso combustible es el que anima las llamaradas de algunos versos con fortuna? ¿No será que no hay nada detrás, que todo está aquí, de este lado? ¿Si hemos de morir para siempre, por qué la poesía tiene ese resabio de eternidad? No tengo las respuestas.
El poeta es, pues, hijo de la vulgaridad y lo sublime
Los poetas deberían tener una marca solar, dice creo que Sabines, el poeta mexicano; pero yo creo que debería ser al revés: los poetas deberían volverse invisibles y tejer desde su anonimato radical todas sus historias, sus fantasías; bordar sus imágenes a solas para que no caiga nadie jamás en la maldita tentación de creer que algo tienen de mérito. Toda la poesía que jamás he conocido, la que leo y la que recreo, nace de la vida misma, salta del mundo hasta la página, por más trampas y artimañas que el poeta emplee para hacernos creer que efectivamente tiene en su casa una esfera de cristal en la que cabe el universo entero. Para mí el poeta, en todo caso, es un testigo, un animal que se separa por unos momentos de la manada y se detiene ante una piedra, una flor o un pedazo de nada y ahí se queda, viéndolo todo, seducido hasta las lágrimas por ese pequeño trozo de realidad que le ha estallado en la punta de la nariz. El poeta es, pues, hijo de la vulgaridad y lo sublime.
Hoy he hecho las paces con mi destino. Hagamos lo que dicen los sabios chinos: dejemos de pelear, fluyamos como el agua -corriente abajo- hasta llegar al mar de la tranquilidad. Acepto sin más que lo que toco se me enreda entre los dedos, que lo que digo se me sale por la boca volando como las mariposas, que lo que veo me va llenando poco a poco, lo mismo que una lentísima gota de almíbar o de luz purísima: no hay poesía, hay inminencia. Está bien así.
Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com