Luces y sombras: De amor ya no se muere…
Por: Armando Zamora
Hace meses, muchos meses, estaba ahí echado debajo de los árboles del patio cuando llegó mi amigo el Tribilín nomás a perder el tiempo. Yo estaba escuchando la radio a todo volumen, como dicen los cánones que debe escucharse la radio en el patio, y de repente empezó a sonar la melodía “De amor ya no se muere”, de Gianni Bella, un italiano que sabrá dios en qué rincón del olvido habrá quedado.
Al llegar la estrofa que dice: Pero estoy aquí, tras un año he comprendido que, si de amor ya no se muere, yo sin ti no viviré, fue cuando el Tribi se levantó de inmediato de la silla en la que se estaba coagulando con una como cerveza en la mano, y gritó voz en cuello (dicen los intelectuales): “¡Tope en eso, mi extimado, porque la gente sí se muere de amor! Es cuanto”. Luego se volvió a sentar y ya no volvió a abrir la boca más que para sorber esa como cerveza. (Me imagino, porque yo no sé de eso).
Yo nomás me le quedé viendo y después cerré los ojos. Y es que yo sí le creo, al Tribilín, no faltaría más. De hecho, creo que hasta los cerdos se mueren de arrebatada pasión. Y también los gatos y los perros y uno que otro pajarito del amor, sin que esto necesariamente sea un albur.
O sea, morirse de amor no es nomás un pensamiento romántico plasmado en casi todas las canciones del extinto Juan Gabriel, a quien ya le llegó la fecha de caducidad; en el poema de José Martí —ése de La niña de Guatemala, “la que se murió de amor: Eran de lirio los ramos y las orlas de reseda...” etcétera, cantaba Óscar Chávez con un berrido caifanesco que de seguro era la envidia del Valentín Elizalde—, o en las novelotas cursis de Televisa, sino una realidad bien real.
Eso dice el Tribi, pues.
Y es que perder la vida por amor es tan factible como comerse un pico de gallo en la Plaza Zaragoza o un dogo en la Emiliana de Zubeldía —bacterias incluidas, claro está—, pero de cierto en eso de morirse de amor hay muchas causas asociadas —además del amoroso amor, porsu— como la depresión, el estrés, secreciones hormonales y emociones fuertes —entre otras emociones, secreciones y humedades— que provocan no nada más la muerte: hasta una sonrisita sospechosona a la hora de quedarse más tieso que un birote en el refrigerador.
Bue… el caso es que mi amigo el Goofy —o Tribi, para los castizos— me soltó una historia que tiene más de Selecciones del Reader’s Digest —se cambian los nombres verdaderos para proteger su identidad: ¡Oh, qué la chin…— que de verdad verdadera. Aunque de todas maneras se la compré todita.
Dice el Tribilín que los abuelos del Pancho Búrquez —nombre ficiticio, no se vaya con la finta, amigo lector— vivieron juntos por más de 50 años. Por complicaciones de un cáncer, el señor murió, y tan sólo dos semanas después, la señora —que ya tenía un problema de osteoporosis a su favor—, presa de la soledad y un hondo dolor que no fue fácil describir, falleció también.
Se murió así la señora, con una simpleza rayana en lo ridículo, como todo lo que pasa en la familia del Pancho Búrquez —nombre ficticio, le recuerdo, no quiera usted meterme en líos—.
Y así como esta historia, hay muchas más.
Entre la tropa de a pie y demás familia pulgosa y callejera, la explicación lógica a este tipo de situaciones es: la dinosáurica edad, “que ya les tocaba en la tómbola de la muerte” o las enfermedades acumuladas, que suelen hacer ricos a los especialistas y a los charlatanes místicos, que ya cobran igual por hacer lo mismo: decir mentiras impías y paganas, que no es lo mismo pero es igual. Mjú.
Aunque la creencia popular (tan dada a los dramones telenoveleros que, por cierto, ya están camino a la tumba también porque el cincuenta por ciento más uno del público cautivo prefería ver a Chabelo para reírse de la voz de pito y sus arrugas colgantes —como los jardines de Babilonia, según muestra el Discovery Channel—, y las noticias recicladas mil y una vez sobre Gulielmo, un antiguo anagrama azul, que los refritos de Marga López y Arturo de Córdova versión RBD pelo fiucha) afirmaría que irse de este mundo a tan pocos días de la pérdida de un ser querido es porque “murió de amor” o porque “le dolía el corazón”: lo que usted guste o mande, amoroso lector. Aunque de ser lo segundo, habría que ver el montón de deudas que dejó el que se fue primero, ya a gusto en un palco numerado del estadio Héctor Espino de los cielos, remozado y todo.
Estos factores hacen que se pueda decir que, en verdad, alguien muere de amor porque no se observa el problema como resultado de un mal particular, sino como un conjunto.
Sin embargo, hay muchos especialistas que prefieren vincular el amor con los riñones o el hígado, y ellos —los especialistas, no los riñones o el hígado, se entiende, ¿no?— suelen señalar que pese a que se utiliza mucho esa cardiaca imagen, la realidad es que nadie se muere de amor como tal, porque hay una depresión asociada que surge por algún evento amoroso, y esto lleva a una reacción ajena, de tal forma que los factores que intervienen en este llamado mal de amores son principalmente efectos depresivos, como son que la gente no se alimenta bien o deja de comer, no duerme como dios manda y se nota fatigada —flaca, ojerosa, cansada y sin ilusiones, pues, para decirlo con ritmo—, y este cuadro de malestares físicos y sicológicos es lo que hace que muchos aseguren que alguien se murió de amor.
“Sería más correcto decir que se mató de amor o que se mató a causa de una depresión amorosa, siempre asociado, claro, a un efecto degradante generado por el amor”, dicen algunos médicos hijos de un trozo de intestino, y como para amarrar señalan que la gente fallece porque se va dejando morir de una manera que nada tiene que ver con el amor, pues el amor es un sentimiento que da felicidad, y pocas veces vemos que eso lleve a la muerte.
Lo que pasa, digo Joe, es que estos perversos no conocen el caso del Rafael “Falo” Contreras, que en un afán amoroso perdió la existencia allá en el Navojoa de mi adolescencia.
Y nada de depresiones, dejar de comer, fatigas de amor en solitario ni otras tristezas absurdas que esbozan los canallas de la medicina: el Falo se enamoró de tal manera de la Panchita Juárez, la famulla de la familia Esquer —Morelos y Jesús Salido, esquina— que, según sus aladas y benedétticas palabras, era la respuesta que esperaba a una pregunta que nunca había formulado… o algo así…
Era tanto el amor del Falo por la Panchita que la rondó día y noche en todos los espacios que habitaba la Dulcinea del Tobarito —así se llamaba el ejido de do procedía la flor de los desvelos del hombre aquel cercano al extravío— y le mostró su ternura de mil maneras que hasta miedo le inspiró a la bella, pero un miedo mezclado con un sentimiento desconocido, como de mariposas batiendo sus alas en el bajo vientre; o sea, con ñáñaras, hombre.
Y claro que la Panchita, la que todos los días iba río abajo, como la de la canción, veía al Falo y un como temblor le subía por detrás, desde las corvas hasta los escondidos orificios de la ternura, y le hacía de espuma los huesos y de chicle la sínfisis del pubis.
Por supuesto que la famulla de los Esquer luego luego se olvidaba de que tenía marido en casa y chamacos en la escuela, y le respondía con miradas de telaraña al Falo y con besos flotantes como el escrúbol del Toro Valenzuela en sus mejores tiempos de semoviente.
Y entre la fiebre amorosa del macho herido y las miradas de telaraña de aquella mujer que entre los rancheros parecía pila del agua bendita, la pareja se fundió en un abrazo celestial y un beso volcánico que los transportó a una dimensión ajena a la nuestra.
Tan ensimismados estaban que no se dieron cuenta que el marido de la tal Pancha se acercaba sacudiendo el gorro de vikingo con una mano y blandiendo un pavorosa yatagán en la otra —se dice que el hombre era descendiente de Gengis Khan, por aquello de mongol—, de tal forma que de un solo golpe le atravesó el corazón al Falo, quien se anticipó como treinta años al Alejandro Sanz en aquello del corazón partío, y se llevó de las greñas a la Pancha, de quien —como dice el adagio en Sol mayor para guitarra, bajo, batería y cahuama Contrabando y Traición, de los Tigres del Norte— nunca más se supo nada.
Así que son patrañas esas de que las personas no se mueren de amor o por amor. ¡Claro que se mueren de y por amor!
Si hasta dicen que Cristo se murió de amor por toda la bola de sátrapas que somos… y a mucha honra. ¿O será acaso que el organismo del hijo de dios, de la pena que sentía por vernos tan sin remedio, empezó a segregar cantidades extraordinarias de cortisol, adrenalina y otras sustancias que elevan la tensión arterial, dañan los conductos sanguíneos y producen infartos de miocardio o accidentes cerebro vasculares, y se dejó llevar por la plebe hacia el Calvario…?
Pues yo no sé mucho de eso, pero si sé que el Falo se murió por amor y de la manera más simple. Sí: como la familia del Pancho Búrquez —nombre ficticio, le recuerdo… o anagrama, ya ni sé…
Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.