Luces y sombras: Entre las ramas tristes de nuestro árbol genealógico
Por: Armando Zamora
Dudo que mis bisabuelos paternos, en alguna de sus aventuras y desventuras patrióticas, hayan rescatado bandera tricolor alguna de las filas del enemigo imaginario en sus batallas personales por la vida: mis bisabuelos, a diferencia de los antepasados de aquellos que han hecho de su currículo el modus vivendi, eran gente de bien que amaban la música y su voz se perdía en la noche oscura de los rumbos de Michoacán, junto a la laguna de Chapala, según cuentan las palabras anónimas de mis lejanos primos y tíos segundos.
Mi abuelo, que fue pescador en la laguna, apenas tuvo abecedario suficiente para darse a entender y dibujar la belleza del verdor natural y la humedad de los peces en su afán por multiplicarse, y aun así armó un castillo de sensaciones con sus frases sencillas y cautivó a la princesa que mi abuela llevaba dentro para amarse en la soledad ruidosa de la felicidad.
Mi padre, Salvador, que heredó la bonhomía y el cariño por la música de sus padres y sus abuelos, aprendió a sortear los golpes de la distancia y la orfandad a los doce años, y se lanzó a aprender la vida con pocas clases de geografía y de historia en sus bolsillos, y con las pequeñas grafías de su edad escribió las cosas que dejó para después, para cuando le llegara el tiempo de los hijos.
Tarde en el tiempo, Salvador fue gastándose irremediablemente por la herencia mortal de enfermedades enquistadas en la genética familiar. Un día de marzo de hace dos años no pudo más, y después de irse desmoronando día a día, dejó de respirar frente a la mirada callada, paciente y adolorida de mi hermana, y se fue por las veredas quizá verdes del tiempo hacia una laguna y un clan de fantasmas que lo esperaba desde hacía más de 70 años para volver a ser los mismos que en su tiempo se sentaban a escuchar los ruidos y las voces del agua en medio de la felicidad tierna que emanaba del corazón silvestre de eso que antes simplemente se llamaba y que ahora, si no hay video en las redes de ello, nomás no existe.
Con ese padre y su recuerdo mis hermanos y yo hemos desgranado las horas en silencio: casi siempre alrededor del recuerdo, en ocasiones sumidos en la nostalgia, pocas veces mirando al futuro.
De él heredamos el ceño duro y la parquedad, el pigmento reseco y la calvicie, pero, por encima de todo, recibimos de él la manera más simple de comunicarse: llamarle a las cosas por su nombre. O callarlas.
Por el lado de mi madre, mis bisabuelos respiraron siempre el noble aroma de la sierra sonorense, y entre sus logros no está el haber destacado en batallas ni haber matado a nadie ni figurar en las líneas de la historia para bien o para mal.
Acaso nacieron y murieron sin saber bien a bien qué papel tenían destinado desempeñar en la tragedia griega de su tiempo y su lugar.
Algún día perdido para siempre en la memoria, mi abuelo me dibujó a sus padres con una tiza temblorosa y me dijo: “así eran: comunes y corrientes como tú y yo”. Después dejamos que el olor de los azahares de la tarde nos picara la nariz con su abejorro magnífico de olores a gloria.
Mi abuelo era alto y flaco, y cuando me hablaba llenaba los sentidos infantiles con la mecánica sencilla de sus palabras. Su tos y su cigarrillo eran parte de mis tardes hermosillenses, y los domingos deshilaba sus horas en el taller improvisado que construyó con sus hijos en el pequeño patio de su casa de la colonia La Huerta, donde se refugió de la melancolía que sintió siempre por Santa Rosalía de Ures.
En aquel cuarto de anaqueles de madera acomodaba una y otra vez las cajas y las herramientas tantas veces acomodadas que terminaron en lugares que no les correspondían, entre las viudas negras de la tristeza y los alacranes del pasado.
Mi madre me hizo el favor de nacerme un enero de hace casi 60 años. Desde entonces me asombran sus ganas de empujarnos a hacer algo en la vida.
Se desgranó en seis hijos que le fuimos robando pedazos de tranquilidad a medida que nos levantamos del suelo.
Fuimos y regresamos de lo desconocido, y aquella mujer siempre estuvo ahí, siempre ha estado ahí, con la vista cada vez menos firme y el oído cada vez más ruinoso, pero siempre con una taza de café, un espacio en la mesa y la charla sobre asuntos tan triviales como la vida misma.
Como todos los días, a las cuatro de la tarde en punto, mi madre se acerca a la estufa y pone el agua para el café, se sienta en la luz resquebrajada de la cocina, recortada contra la resolana sofocante de mayo, y espera a que lleguen los recuerdos.
Perdone usted, estimado lector, estas ganas de hacer la tarjeta de presentación de todos nosotros, los que no tenemos más árbol genealógico que un puñado de antepasados que se han muerto en la oscuridad del olvido —como los suyos, seguramente, como los míos, ya lo digo— y que aun así hemos aprendido a sobrevivir en las calles polvorientas de la incertidumbre.
Nosotros también tenemos esos antepasados que dan renombre callado a nuestras vidas, no sólo los que ahora andan a la caza —literalmente hablando— del pan, como si las campañas políticas no hubiesen terminado hace más de año y medio.
A nosotros también nos amamantaron con el cariño creciente de una leche como luna llena con la que alimentaron nuestras ganas de ir creciendo entre el trompo y las canicas, las muñecas y los trastes de barro, los primeros suspiros del amor, los incipientes temblores en el bajo vientre al mirar frente a frente aquellos ojos que se abrían luminosos al futuro.
Nosotros también traemos a nuestras espaldas toda una historia de encuentros y desencuentros anónimos que nos han dado un pequeño, sencillo, íntimo nombre que llevamos por el mundo callada o ruidosamente, según el caso, no sólo aquellos que ahora juegan a dirigir nuestras esperanzas.
Nuestro árbol genealógico da una sombra pequeña, pero igual de fresca, que arropa ahora a los pequeños que algún día abrieron sus ojos asombrados y nos llamaron “mamá” o “papá” en la baba maravillosa de sus manos pequeñas y su cuerpo fragante a talco.
Ellos, como nosotros un día, tal vez recorran su breve historia hacia atrás, hasta el momento mágico del encuentro fugaz con los bisabuelos, los abuelos, los padres, el presente y acaso el futuro sin fechas que se abalanza sobre ellos.
Quizá encuentren el escenario de la memoria donde, en la oscuridad, los aquellos viejos hombres se sentaban sobre enormes piedras en las esquinas de los barrio y, entre trago y cigarro, platicaban de cuando sus padres y sus abuelos despertaron un día en el frescor del alba (sofocados por la visión maravillosa de una enorme ciudad donde todo vendría mejor para los hijos y los nietos), subieron a sus familias en viejos carretones tirados por mulas empolvadas y, sin mirar una sola vez hacia atrás, temiendo convertirse en grotescas estatuas de sal, abandonaron los rincones sinuosos de la sierra, el verdor húmedo de los valles o el reflejo rumoroso del mar para venirse a despachar detrás del mostrador de tiendas amodorradas al calor de las dos de la tarde, o al trajinar entre las ruedas hambrientas de molinos de trigo y esperanzas, o recorrer aturdidos los pasillos de frías fábricas de ruido donde fueron dejando pasar los sueños recurrentes de sierras olorosas a pinos y venados, de campos sembrados de alfalfa y algodón y de mares generosos de peces fosforescentes, para darle paso al insomnio de la muerte.
Acaso aquel era el pueblo olvidado de los bisabuelos, de los abuelos, de los padres: un punto borroso en los mapas del olvido, en el que antes del anochecer, en sus calles de tierra, los niños y los perros se miraban fijamente a los ojos para luego echarse a dormir a la pobre luz de lámparas de keroseno.
Tal vez algún día regresemos en puños de tierra a las rutas sinuosas de la sierra, al verdor agrícola de los campos y a la líquida permanencia de los mares.
Beberemos agua salobre y grises peces de la angustia nos brotarán de las entrañas como antes nos brotó la pasión carnal por nuestra pareja.
Acaso nuestros hijos se bañarán en acequias de polvo sin vida y compartirán sus secretos con otros insomnes.
Entonces, casi todo será diferente, como lo sería para nosotros en aquel barrio de calles sin pavimento donde los hombres se sentaban a contarse sus mentiras a la luz de una luna antigua y solitaria, porque en el rojo oscurecer de otras tardes, las madres seguirán pensando en el fondo de las cocinas y de los sueños, “¿Dónde diablos andarán esos muchachos?”, como en su tiempo mi madre, mi abuela y mi bisabuela preguntaron (en la fragancia tibia y chispeante de la cena) por los pequeños granujas que un día fuimos bajo los naranjos agrios de la memoria, en ese colectivo árbol genealógico de los sueños.
¡Salud!
Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.