viernes, noviembre 22, 2024
ColaboraciónColumnaCulturaImágenes urbanasLiteratura

Imágenes urbanas: La Nana

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Por José Luis Barragán Martínez
José Luis Barragán
La nana estaba allí, en su poltrona, en aquel porche verde que tanto había soñado.

Nadie sabe porqué nunca tuvo niños, pero su mirada perdida en algún punto infinito indica que la falta de hijos fue sustituida por la crianza paciente y cariñosa de pequeños ajenos que la veían como nana, nana adoptiva, pero nana al fin.

Antonia, La Toya para sus conocidos, era una sonorense de pura cepa. Se había iniciado como cuidadora de niños o pilmama desde muy joven, casi niña, ya que ayudaba a cuidar a los niños que atendía su mamá.

Los primeros años independientes de su carrera los inició cuando uno de los niños de la familia en que trabajaba su mamá creció, se casó y la pidieron para que cuidara al primer retoño, futuro caudillo empresarial de la Sonora actual.

La Toya contribuyó con su granito de arena para que la nueva familia se fuera para arriba, todavía platica cuando su primer patrón sólo era administrador de conocida tienda de autoservicio de la que posteriormente sería su dueño y que hoy por hoy la ha convertido en afamada cadena comercial.

Luego, con el paso de los años, un político en ciernes amigo de sus patrones le pidió que se fuera al Distrito Federal para que le cuidara a sus hijos, pero principalmente para que les hiciera tortillas de harina y el tradicional caldo de papas con queso, esencia de la tradición culinaria de Sonora.

Cabe mencionar que La Toya era muy buena para cocinar, el toque que les daba a las comidas hubiera sido la envidia de cualquier General que quisiera tener contenta a la tropa en tiempos de guerra, por el sabor entran los principios y el entusiasmo.




Ya en el D.F., La Toya universalizó su estilo de hacer comidas y hasta aprendió a hacer mole poblano con sus más de trescientos ingredientes.

Su patrón la supo hacer en la política y para pronto lo enviaron a dirigir los destinos del terruño (así se usaba entonces), su cocinera de cabecera y criadora de los futuros caudillos sonorenses: La Toya.

Luego, a los seis años cuando mandaron otro gobernante, el nuevo dirigente le dijo a su antecesor:

-Quiero pedirte un favor muy grande.
-¿Cuál?
-Pásame a La Toya para que me atienda la cocina y los niños.

Por eso hoy se enorgullece al platicar que sirvió a grandes dirigentes empresariales y políticos de Sonora, ¿de sirvienta?, ¡sí!, pero de sirvienta fina, angora.

Cuidar niños puede ser una gloria, más cuando se sabe que no son niños comunes y corrientes. Llegó el momento que “la Toya” sabía que aquel bebé que tenía entre sus brazos tarde que temprano sería el mero mero del Estado, por eso sentía que al que estaba arrullando era un verdadero principito.

Si la procuraban y hasta se la peleaban, era por algo: ella era la cultura del terruño, del “ahorita al rato”, del “ven verás”; “buqui”, “bichi” y “chichí” eran términos que manejaba muy bien, así como el momento oportuno de llamar con sonoros gritos a los chamacos.

Sabía a la perfección el arte de elaborar tostaditas fritas en manteca de puerco, las cuales eran exquisitas al ser humedecidas en salsita hecha a base de tomate, chile de árbol y demás condimentos cuyos nombres no se los ha dicho a nadie… “saber es poder”.

Manejaba a la perfección la diplomacia con las visitas, y a la hora de la cita con las jóvenes casaderas se escurría muy discretamente y hacía acto de presencia en el momento preciso en que se requería un café o una copa de champaña.

Así pues, a gritos, manotazos y con palabras fuertes, había criado a los niños que hoy por hoy son su orgullo, aunque ya vieja y en su casa, esperando el último momento de su vida, es más fácil que sepa de ellos por los periódicos o la televisión que por el trato personal.

Cabe mencionar que algunos de los niños que educó, ahora son abuelos, por lo tanto, ahora ella es bisnana, bisnana adoptiva… pero bisnana al fin.  Su recompensa está a la vista: aquel porche verde que tanto había soñado.

La poltrona se balanceaba una y otra vez y la nana, ya dormida, festejaba aún en sueños las glorias ya pasadas, sabe que tarde que temprano irán por ella para que les haga un pavo perfecto, un salmón canadiense o unas péchitas en adobo como sólo ella sabe preparar.

Pero todo tiene un fin, cosas de la vida, por eso un día sus últimos patrones le dijeron que cuál era su máximo deseo y ella, sabedora de sus límites, sólo les dijo: “Quiero un cuartito de material, con su cocina, su baño y un porche verde”. “¡No te midas Antonia!”, le dijeron, “también te regalaremos una poltrona”.  Fue su indemnización…  y se deshicieron de ella.

Por eso ahora vive sola.

Acostumbrada a trabajar día y noche, todavía lo sigue haciendo, y aunque ya le cuesta trabajo dar un paso por el asma conjugada con la alta presión, diabetes y el colesterol, a más de que ya casi no ve nada, sus vecinos la relacionan con el ajetreo, con la eterna escoba entre sus manos, barre que barre todo el santo día el lote de diez por veinte que el municipio casi le regaló; todo el día se le ve podando o regando sus plantitas o cortando algunas de sus flores.




Muy temprano está haciendo cola en la tortillería “La Lupita” o va de compras al abarrotes “El Serrano” por su chorizo, su litro de leche y sus empanadas para el  desayuno o su sopa de pasta para la comida.

Para ayudarse, dos o tres veces por semana va a visitar a sus antiguos jefes o a los niños (hoy celebridades) que crió y se regresa en ruletero, cargada de comestibles extranjeros (hasta pollos güeritos le regalan), es entonces cuando la día siguiente todo el barrio tiene fiesta, ya que prepara aquellas exquisitas comidas a que estaba acostumbrada y les invita a los vecinos, quienes a su vez, le invitan de las suyas y “ahí van, unas por otras”.

Y allí está siempre “la Toya”, sentada por las tardes en la poltrona de aquel porche verde que tanto había soñado; esperando, siempre esperando que alguna de las gentes para las que trabajó se acuerden de ella y la vayan a visitar, aunque sólo sea para pedirle que les vaya a preparar un pavo perfecto, un salmón canadiense o péchitas en adobo.

Las tardes por lo regular son tristes, pero el corazón acelera sus latidos y los ojos le brillan de felicidad cuando a lo lejos y entre la polvareda de aquella colonia rumbo a la Cuatro Olivos, mira algún carro último modelo que se aproxima a su casa y reconoce a alguno de los niños que crió y que quiere como si fueran de ella.

Y así transcurren los últimos días de “la Toya” mientras llega la muerte, esperando, siempre esperando como digna nana, nana adoptiva… pero nana al fin.

 




 

*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador


– PUBLICIDAD –


 

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Verified by MonsterInsights