Imágenes urbanas: La separación






Por José Luis Barragán Martínez
La Bus Ruta 4 se deslizaba por el Periférico Poniente rumbo al norte, iba casi a reventar, más porque eran las 05:30 de la tarde cuando salen las empleadas de las maquiladoras.
Adentro, de pie, un hombre de algunos 35 años se las ingeniaba para que no le ganara la desesperación con una muñeca y un gigantesco trailer (por supuesto de juguete), además de cuatro bolsas Ley repletas de ropa, sentía que todos se le quedaban viendo.
Por fin alguien se compadeció de sus aprietos y le dejó el asiento, tristemente lo tomó como una prueba de la pena ajena que provocaba.
La muñeca que llevaba sobre sus piernas lo miraba de frente, con sus grandes ojos azules. Poco a poco se fue sintiendo indiferente al ambiente que lo rodeaba; sus oídos dejaron de escuchar los dimes y diretes entre el chofer y el pasaje y su cuerpo también dejó de sentir los arranques y enfrenones.
Parecía muerto en vida, solo dentro de sí la misma cinta del último año empezó su recorrido:
El noviazgo había sido feliz y empezaron a vivir juntos, sin papeles de por medio porque creían en el amor libre, hasta que vino el embarazo y entonces ella dijo que deberían de casarse para darle mayor seguridad al bebé. Ambos trabajaban en la Universidad, ambos profesionistas y juntos habían analizado los tabúes de la virginidad y el machismo, considerándose ambos como una pareja de avanzada, por encima del qué dirán.
Luego vino el varón y después la niña, fueron uno más de los matrimonios felices que engrosaron las filas de la población hermosillense allá en el Norte, en Pueblitos.
“Por supuesto que el matrimonio no significa cadenas, si mañana o pasado uno de los dos quiere irse, pues adelante”. Éste fue un acuerdo, constante, desde el día de la boda.
Hasta que ella se fue mostrando cada vez más indiferente, finalmente hablaron:
– Hay otro hombre, y como personas civilizadas, como siempre lo hemos dicho, quiero que nos separemos.
– ¿Y los niños?.
– Me quedaré con ellos, los podrás ver los fines de semana.
Olvidaron las buenas intenciones y se inició la guerra, finalmente ella se quedó con los niños, la casa y el carro, él con la responsabilidad de pagar una fuerte pensión… y sus rencores.
Pero la pérdida material hubieran sido lo de menos, se sentía herido mortalmente en su orgullo porque finalmente reconoció que, para bien o para mal, era un mexicano de antes, celoso, macho y con gran amor por su familia.
Cada fin de semana iba y venía desde la colonia Olivos en el sur, donde rentaba un cuarto, hasta Pueblitos, llevando y trayendo a los niños. Los recogía el sábado en la mañana y los entregaba el domingo por la tarde, sufría, sufría mucho, pero nada pudo hacer contra la férrea postura de su ex mujer.
Aquella tarde calurosa del Hermosillo de agosto iba solo en el Bus ya que los niños desde el sábado que los había llevado a pasear a Sendero se habían querido regresar con su mamá, quedando que el lunes les llevaría sus cosas, así que hasta el amor de sus hijos estaba perdiendo. En su malestar sentía que las leyes de la vida y las legales favorecían a las mujeres.
De pronto la voz del chofer cortó sus pensamientos:
– ¡Esperen al carro que sigue porque éste ya tronó!-. Una voz anónima -¡Por qué no arreglan estos arneros!-. Nuestro personaje se atrevió a decir -¿Nos irán a regresar los siete pesos?-, el chofer le gritó enojado: -¡Usted mejor ni hable y a la otra vale más que agarre un taxi o un camión de mudanzas!-.
*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador





