Ludibria: Cuerpo en mi cuerpo, de Ricardo Solís
Ramón I. Martínez
Nos dice T. S. Eliot en “East Coker”:
(…) tratando de aprender a emplear las palabras,
y cada tentativa
es un comienzo totalmente nuevo y un tipo diferente de fracaso,
porque uno sólo aprende a dominarlas
para decir lo que ya no quiere decir, o de algún modo en que
ya no quiere decirlo. (…)
Estas ideas son retomadas por el poeta sonorense Ricardo Solís (Navojoa, 1970) en su poemario Cuerpo en mi cuerpo (Mantis Editores, 2011), donde se tiene el testimonio de una búsqueda poética que abarca ya más de veinte años, con catorce poemarios publicados, siete de ellos galardonados en concursos estatales y nacionales. Se trata de una indagación en los límites y posibilidades de las palabras, del poema que se abre y “cae a la delicia intacta de su peso”, como cantara José Gorostiza en su Muerte sin fin.
Nos dice en un verso de su poema “Lectura (forma de)”:
Toda escritura es una forma velada de la ruina
De manera que el poeta se sabe humilde ante las limitaciones tanto de las herramientas como de la materia con que trabaja: la palabra. Solís es conciente de esas limitaciones desde su primer poemario, Poesía nómada (1994), pues es una constante a tomarse en cuenta en la lectura de sus versos. No recuerdo quien lo dijo, me parece que fue Octavio Paz: Todo poema es el borrador de otro poema. Así, toda escritura es una reescritura.
El título del poemario está tomado del epígrafe que lo abre (unos versos de Juan Gelman)
La saludo, la amo cuando
se instala como cuerpo en
mi cuerpo contra
la piel del día…
Cuatro secciones forman el libro: “Parálisis del grito”, “Los deberes”, “Formas veladas de la ruina”, “Regreso de los nombres”. Cuatro búsquedas de un decir que sabe como humano condenado a muerte pero se rehúsa a quedarse callado, para bien de la Poesía. Existen experimentaciones formales que recuerdan precisamente a la forma versificadora de Juan Gelman. En especial, en el poema titulado precisamente “Cuerpo en mi cuerpo”. Veamos el principio del mismo:
El día/ abre sus fauces/ se demora
y se inclina/ recibe el polvo que la flama
despide/ la flama es algo que de ella
proviene/ su perfección moribunda/ reclama
para el cuerpo la luz/ ¿qué digo cuando nombro
precisamente el encuentro?/ ¿qué tan a salvo
queda mi piel ante la suya?/ ¿qué es lo que incendia
la flama?/ ¿cuántas palabras se pierden?/ o bien
¿cuántas se consumen? (…)
La flama ya había sido abordada por el propio Solís en El fuego dormido, poemario del 2000. Nos remite necesariamente al fuego de Heráclito como principio básico de todas las cosas, como principio creador, y aquí la flama se convierte en metáfora perfecta de ese fuego creador (y por lo mismo destructor) de todo lo que se nombra, incluyendo la pasión. Hay matices fuertes, y más que respuesta, la pasión es una pregunta de donde surgen muchas otras preguntas. Para ganar hay que perderse, y de ello que el tiempo representado en el día que aparece como una bestia de fauces abiertas. Al parecer no hay salvación posible, a semejanza de lo que cantara César Vallejo, y si al final no persevera la palabra, qué más da, “de una vez que vengan los pájaros y se lo coman todo.”
*Ramón I. Martínez (Hermosillo, 1971) Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM, profesor a nivel bachillerato en el Distrito Federal. Ha publicado Cuerpo breve (IPN-Fundación RAF, 2009). Cursa el doctorado en Humanidades en la UAM-Iztapalapa.