Miguel Méndez no existe
Por: Álex Ramírez-Arballo
Miguel es un hombre que parece tener la serena fuerza de un árbol. Cuando se le ve de lejos, a pesar de que es inevitable ignorar sus ocho décadas de vida plena, uno puede percibir un vigor interior que se hace evidente en la profundidad de su mirada. Algo está pensando, algo que no confiesa con claridad y que acaso solamente ha revelado parcialmente –con un lenguaje cifrado, por supuesto- en sus ensayos, ficciones y poemas.
-Te quieren conocer -me dijo un hombre que ya no recuerdo.
-¿Quién me quiere conocer? -repliqué con natural curiosidad.
-Miguel Méndez -replicó secamente.
Se trataba de un visitante asiduo a la ciudad, alguien con obvias raíces en Sonora. Tiene un hermano que vive en Hermosillo y muchas historias que han nacido en el desierto o, así me lo parece, en la vieja memoria de los días de infancia. Como todo escritor, Miguel es un embustero que se ha ganado, gracias a las millones de palabras escritas, el derecho a la verosimilitud. Miguel es un adicto a la escritura: está loco. Quienes lo conocen de cerca tendrán que darme la razón, aunque quizás por temor a la insolencia no lo digan así como lo digo yo; lo que sucede es que cuando estoy diciendo loco no me refiero a la absurdidad (nada más lejos de mis intenciones) tanto como a la demencia de los poetas y los santos, y que es una especie de iluminación: ese convencimiento existencial que hace al Cristo asirse a su cruz a pesar de los dolores. ¿Quién en su sano juicio puede dedicar una vida entera a escribir libros, sabiendo, como sabemos, que la literatura no sirve para nada? Pues bien, sólo alguien que ha podido atisbar más allá de lo pragmático, de lo evidente y necesario.
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Tiene el talante recio, el cuerpo endurecido por el trabajo físico y en el rostro una perpetua mueca muy próxima a la burla. Siempre anda bien peinado y con la ropa limpia. Se ríe todo el tiempo, casi con disimulo, haciendo y deshaciendo al que se deje. Camina despacio y muy derecho. Va a todos lados, viene de todas partes: habla con todos, especialmente con las mujeres. Pregunta y hace bromas hablando siempre en español y muy poco le importa si lo comprenden o no. Entiende cuando le hablan en inglés pero finge que no sabe ni media palabra y disfruta secretamente enredando a sus interlocutores. “Los gringos son gente muy abusada, Ramírez”, me dijo alguna vez, y luego remachó: “Nomás les falta aprender a hablar”.
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Cree en el poder de las biografías y en concreto en el de las autobiografías, y más específicamente en el de aquéllas que han de contarse una y otra vez. En las conversaciones y en las páginas aparece siempre él mismo, pequeño y salvaje, perdido en un páramo de piedras escaldadas y reverberaciones que embriagan. Le gusta mostrarse así, errando sobre el polvo, emborrachado de calor y hablantín a más no poder. El desierto es para Miguel un escenario de fantasías infinitas, un teatro en el que abunda y sobreabunda el diálogo, la narrativa y el delicioso absurdo; es decir, donde triunfa la vida sobre la muerte. La lucha de Miguel ha sido siempre la de la palabra que se dice y escribe, la que al ser dicha nos hace y justifica; el escritor está condenado voluntariamente a contar, ya lo sabemos.
En Miguel Méndez hay imaginación, memoria e historia. No hay fronteras claras entre lo que se dice y se escribe: todo vale. Bien puede decirse que la escritura va delimitando una geografía, un territorio apropiado por las historias que se van contando. Dice Miguel que “la literatura es una diosa cruel que elige a los más tontos para reírse de ellos”. Parece ser, pues, un rehén de esa diosa maldita y, lo que es más, parece también disfrutar profundamente su condena.
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“Usted le entra duro a la poesía”, dijo estrechándome la mano. Lo conocí en un Sanborns junto a Lauro Paz, amigo escritor sonorense y esa otra persona, el hombre cuyo nombre no recuerdo. Llegamos puntuales a la cita sin más deseo que el de presentarnos, escuchar y ser escuchados, hablar, tomar café: lo de siempre. Aquella reunión se extendió más de lo imaginado y en ella no faltaron anécdotas, chistes, historias y una no anticipada cordialidad. Por aquellos días estaba preparando mi viaje a Arizona: me iba a estudiar un posgrado, precisamente a la universidad donde Miguel sigue siendo profesor emérito. “Búsqueme para seguir platicando”, me dijo al despedirnos. Anoté su número de teléfono en un librito de Cátedra que yo traía conmigo, me parece que se trataba de algunos ensayos escogidos de Ortega y Gasset. La próxima vez que nos veríamos sería ya del otro lado.
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“Mira, mira”, me dijo señalando con su dedo índice la imagen de dos adolescentes de apariencia indígena, dos migrantes mexicanos que se encuentran pizcando frutas. El fotógrafo consigue capturar en aquellos rostros purísimos un estado de agobio físico, una fatiga profunda que se percibe en aquellas miradas campesinas. “Pobrecitos, pobrecitos, chingado”, repite con una expresión de dolor en su rostro moreno surcado por las arrugas de toda una vida. Me está mostrando una vieja revista universitaria publicada por el Pima Community College, institución donde fue profesor durante algunos años. La causa de la raza, como dice él, lo toca hondamente, sobre todo porque él mismo tuvo que trabajar en labores arduas: fue albañil durante muchos años en Arizona.
Se envanece de su pasado, de su pobre escolaridad, de esa aventura suya de ir y venir, de haber nacido en Bisbee (Arizona) mientras su papá trabajaba como minero, de haberse escapado a la muerte cuando recién nacido, de haberse caído de cabeza en un pozo persiguiendo un sombrero rojo que le arrebató el viento de El Claro, Sonora; en fin, lo envanece el haberse ido construyendo a jaloneos y dolores, haciéndose como si él mismo fuera el fruto de una de sus historias de fantasmas de la canícula.
“En realidad a nosotros no nos faltó comida”, me dice en un tono confidencial, como si le diera pena tener que admitir públicamente que en su biografía no hay noches de tripas vacías. “Lo que mataba a los niños era la falta de medicina”, insiste. Luego habla de sus hermanas muertas que, como otros muchachos de la región, cayeron abatidas por los resfriados, “por tanta cochinada” que anda rodando en el viento y el polvo, “¡y entonces pues cuál penicilina!”.
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-¿Sabías que fui nominado al premio Nobel? -me dice riéndose.
-No, Miguel, no sabía -le respondo con una expresión de sorpresa que quiere ser una invitación a la anécdota.
-Sí pues, hace algunos años. Me enteré por la prensa. Me dio mucha risa esa puntada -insiste en tomarse el asunto con poco interés. No le creo. Alguna vez me enseñaría unos recortes de la prensa española en los que se menciona la historia. Es un hombre ordenado y preserva todos los periódicos en los que su nombre ha aparecido.
-Lo que pasa es que yo creo que eso se dio por mi amistad con Camilo José Cela -arremete.
-No sabía que hubiera sido tu amigo, Miguel -miento nuevamente para que disfrute contando, que es lo suyo.
-Pues aquí anduvo en la casa dos semanas el pinche viejo -responde lacónico.
– ¿Y…?
– Es que me escribió. Quería venir a conocer Arizona para una novela que estaba escribiendo.
-¿Lo paseaste?
-Pues sí quise, pero ni se bajaba del carro porque no quería caminar y, ¿sabes qué?, se tomaba fotos en las que posaba junto a los saguaros, eso sí. Luego aparecieron en algunos diarios de España diciendo: “El novelista español Camilo José Cela recorrió a pie de cabo a rabo el desierto de Arizona”. También se tomó una foto con las patas vendadas -se muere de la risa al contarme las picardías del viejo autor de La colmena.
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Ya perdió la cuenta de las isquemias cerebrales que ha sufrido, pero sí recuerda que le han dado tres infartos, todos durante una misma noche. “No me da miedo morirme”, me dice con un tono que no deja lugar a dudas. Cuenta que la vez de los ataques al corazón cenó y se fue a ver la tele. De pronto comenzó a sentirse mal, a percibir un malestar “raro” en el estómago que le atribuyó, como era natural, a la cena. Unos momentos después fue evidente que aquello era algo mucho más severo que una indigestión; su esposa -Loli- lo lleva corriendo al hospital y ahí se dio cuenta, se lo dijeron los médicos, que su corazón se acaba de rajar. Durante la noche se repitió dos veces el dramático evento. “Estaba convencido que esa noche me iba a morir”, dice sin ceder a sentimentalismo alguno. “Estaba inconsciente y recuerdo que como que empecé a volver en mí y escuché de pronto a la Loli y a mi hija rezando y luego pensé que me estaban velando”, dice riéndose. De inmediato vuelve al asunto: “Espérense, chingado, que todavía no me he muerto; fue lo primero que les dije, me acuerdo bien”, explica riéndose con la deliciosa libertad de quien al parecer ya ha librado todas sus batallas.
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Miguel tiene una manía: quiere que toda la gente que pasa por su casa –o por su compañía- coma. “Sin botana no se hace”, insiste acudiendo a las palabras, los tonos y las inflexiones de voz atribuidos a ese gremio al que perteneció durante tantos años, el de los albañiles. Yo no me opongo, es más, lo apruebo y celebro. En realidad lo que más me interesaba era escucharlo, dejarlo hablar, enterarme por sus propios labios de la historia de alguien que un día decide construirse a sí mismo, hacerse mentira a mentira sin el prurito bobo de los defensores de lo verosimil. “No importa tanto lo que se escribe sino el que se sepa que ha sido escrito”, reconoce con un pragmatismo radical, muy alejado del esencialismo de tantos escritores, incluso de muchos que no estarían dispuesto a reconocerlo. “En realidad yo no me preocupo mucho por lo que escribo; siempre se puede escribir mejor pero a mí no me interesa la perfección. Escribo porque me gusta hacerlo, así nomás”, reconoce sin que se le suban los colores.
Miguel quiere que la gente coma, aunque él come poco: la diabetes lo tiene maniatado. “Antes sí comía mucho, mucho; me gustaba entrarle a todo. Ahora no puedo, no tengo más remedio que comer ramas, como los chivos”, afirma con una resignación ya antigua. Pero cuando va a México, cuando va a Sonora parece olvidarse de las pesadeces del médico y se entrega a las delicias de la carne asada. “Sí, pues, me vuelvo la bichi cuando voy a visitar a mi hermano”; es decir, acepta que trastorna deliberadamente sus rutinas y que además lo hace sin culpa. Eso significa en buen sonorense “volverse la bichi”, los que, además, es una costumbre absolutamente recomendable. “Ah, lo carnavalesco”, me dijo alguna vez un mamoncete y yo respondí como se debía: con el más absoluto silencio.
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Hombre de hace muchos años, Miguel no entiende otra forma de escritura que no sea aquélla que utiliza la pluma y el papel. Cada noche, como si se tratara de una adicción que ya nadie cuestiona, ni siquiera él, se acuesta a escribir recostado sobre unos pesados almohadones en los que va encontrando poco a poco esa precisa posición, esos cuarentaicinco grados en los que la vena creativa parece funcionar mucho mejor. Después de décadas de matrimonio, Loli parece haber desarrollado la habilidad de dormir con la luz encendida. En esas horas de insomnio y trabajo han nacido la gran mayoría de sus libros, escritos siempre con una caligrafía desastrosa y en cientos de folios desorganizados que van y vienen y que en no pocas ocasiones, estoy seguro, han acabado por confundirse, dándole así una oportunidad de creación al azar.
-Ramírez, ¿tú que le sabes a las máquinas esas, no quieres ayudarme a pasar mis cosas?
-Seguro que sí, Miguel -le respondí con honestidad. Desde entonces nos reunimos varios días a la semana para trabajar en aquellos trabados manuscritos.
Un escritor no es quien publica, es quien escribe. Aún más, un escritor es aquella persona que no tiene más remedio que repetir día a día una faena vil que nunca promete nada y que muy probablemente termine con más pena que gloria en el cesto sin fondo del olvido. Los que escribimos queremos comunicarnos, eso es obvio, pero también buscamos aprobación y hasta una poco de tierna comprensión de parte de nuestros lectores. Escribir es, en el fondo, una súplica de atención y compañía.
-Miguel, ¿nunca has tenido un bloqueo de escritor, una sequedad creativa? ¾le pregunto mientras muerdo una hamburguesa de carne requemada que me acaba de preparar un chino de facciones infantiles.
– No, creo que no. Mira, es muy fácil, nomás empiezas a escribir y ahí empieza a salir todo solito -responde abusando de su retórica campirana.
– ¿Y si un crítico te dice que lo que escribes es una mierda? -le pregunto con verdadera curiosidad.
– ¿Quién es más cochi, el que hace la mierda o el que le gusta batirla? Si no le gusta lo que escribo, pues que no lo lea -responde de inmediato, como acudiendo a una respuesta preparada de antemano.
Estamos en uno de los comedores del Student Union de la Universidad de Arizona. El lugar se encuentra lleno de gente, la mayoría de ellos son estudiantes que van y vienen armando gran algarabía. Hay también profesores, algunos de ellos se reúnen en mesas de dos o tres comensales que parecen estar allá, muy lejos, hablando de asuntos importantes. Por las ventas entra el sol aún potente de la tarde: el día se inclina y las sombras de los que caminan jadeando por el insoportable calor del desierto comienzan a alargarse.
– Miguel, ¿te has dado cuenta de que los saguaros están siempre como pidiendo algo al cielo?
– Sí, pobrecitos. Han de estar pidiendo agua, ¿qué otra cosa puedan pedir?
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“La pobreza es una cosa muy fea. Las gentes sufren mucho, batallan todo el tiempo; andan buscando y no encuentran: nadie les hace caso. Empecé a hablar de los pobres porque los conozco bien y porque se los friegan aquí y se los friegan allá; no hay esperanza, así parece. La corrupción y el racismo se los friegan. Nadie los oye, a nadie le importan. Trabajan como burros y no sacan nada. Los explotan y los explotan más si se dejan: si pudieran les chuparían hasta la sangre para venderla por ahí. En los campos los tratan peor que a los animales; ahí andan todo el día agachados, matándose bajo el sol todo el día y ni un tiempito les dan para refrescarse; es muy feo eso, Ramírez, eso de estar agachado tantas horas y con este calorón. Sientes que así te vas a quedar, que no vas a poder enderezarte luego. La sangre te retumba en la cabeza, te mata la sed, te queman las manos, te arden los ojos y siempre traes la boca llena de polvo. Es una chinga.
Cuando primero quise hablar de los pobres, pues no me salió. Intenté hacer una novela y luego me di cuenta que los personajes salían muy raros y no sabía qué era; me puse a leer con cuidado y luego me di cuenta de qué era la cosa: todos los pelados hablaban como filósofos. Me daba pena poner por escrito cómo habla esa gente, mentando madres todo el tiempo. Pero pues así es: los personajes son como son.
Comencé a escribir porque comencé a leer literatura, y me gustó. Cuando trabajaba como albañil con los ‘aleluyas’ resulta que después de la chamba me aburría y me compré unos libros para leer en una joyería que también era librería, casi todo era de literatura española. Así me la pasaba, tirado en la cama y leyendo, todo molido por la chinga, sí, pero contento porque me apasionaba lo que leía. Luego me compré un diccionario de sinónimos y así fui aprendiendo palabras nuevas y, sabes qué, me entró una loquera: las conjugaciones verbales”
Está hablando con la mirada fija hacia delante, sin voltear a ver a nadie. Recuerda una y otra vez lo mismo, los días en los que llegó a Tucson desde Sonora para buscar trabajo a pesar de que tenía quince años y ninguno de los patrones quería correr el riesgo de que fuera a pasarle algo. “¿Sabes cómo le hice?, me di cuenta que había dos patrones que eran ‘aleluyas’ y que tenían fama de ser buenas personas; le pedí chamba a uno de ellos y me dijo que no, entonces llegó el hermano y le dije que por favor me diera chamba, que en la iglesia del pastor fulano me los habían recomendado mucho. Me creyeron el cuento y así fue que entré con la condición de que no cargara cosas pesadas, no me fuera a quedar chueco. La verdad es que tenían razón, estaba muy chamaco”, se ríe y vuelve comer sus “ramas” mientras la gente escapa del refectorio universitario. El sol, una burbuja de sangre hirviendo, se dibuja claramente en el horizonte, justo detrás de unas palmas melenudas. Un día más del verano ha terminado y yo estoy contento de que este desierto haya decidido darnos una tregua más.
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Se retiró el año 2000, el año de su apocalipsis académico. Recuerda con mucho entusiasmo sus días en el aula: “Empecé en 1970 en el Pima (Community College); resulta que fui a pedir chamba y me hicieron unos exámenes, me preguntaron cosas y quedaron contentos con lo que les dije. Ahí estuve hasta 1974, cuando también comencé a trabajar en la Universidad de Arizona”. Ese mismo año ocurrió una hecho importante en su vida: publicó Peregrinos de Aztlán, una novela coral y ríspida que nace con fortuna. En esos mismos años comenzaban a consolidarse los llamados estudios chicanos en las universidades de los Estados Unidos y esto impactó positivamente en la recepción que tuvo el libro. “Una socióloga me dijo que es una novela que se escribe desde adentro”, dice Méndez entusiasmado al recordar la acogida de su obra. Los peregrinos son los desesperados que se mueven al norte porque el hambre los obliga a buscar un poco de esperanza en esas tierras que, según la leyenda, fue el lugar de origen de sus antepasados. El título mismo sugiere una condición que sería un común denominador en esos años de activismo político de los méxico-americanos: un acendrado indigenismo caracterizado sobre todo por la recuperación de narrativas, símbolos y visiones atribuidos a los pueblos mesoamericanos. La minoría acosada por el racismo norteamericano se refugia en un pasado idealizado, una suerte de linaje que busca contrarrestar la hegemonía gringa.
Miguel le debe mucho a ese libro y lo ha editado y reeditado cuanto ha podido. Es un libro complejo, escrito en español y con una estructura fragmentaria que dificulta su comprensión; es decir, es un material que demanda participación, atención y cuidado. Hace tres años tuve la oportunidad de diseñar y dirigir aquí en Pensilvania un curso que tenía como tema central la frontera. Mi aproximación fue literaria e histórica y escogí comenzar con Peregrinos de Aztlán, un texto que en nuestro plan de estudios entraba dentro de la categoría de los precursores. Lo hice con muchísimas reservas y preparándome para lo peor. El día que comenzamos su discusión llegué al salón de clases con mil argumentos de defensa bajo la axila y cuál no sería mi sorpresa al darme cuenta de que había un entusiasmo más o menos generalizado: los estudiantes se sentían profundamente estimulados; después de todo, el tono de denuncia y de llamado a la acción parecía caerles bien a los muchachos. Al terminar el curso (en el que habíamos leído nueve libros) les pregunté cuál había sido el que más había disfrutado y por qué. Peregrinos de Aztlán fue escogido casi con mayoría absoluta; la razón por la cual había sido tan bien recibido me la dio un muchacho irlandés de mirada taciturna: “Es un libro muy humano”, me dijo con su cascada vocecilla de gnomo.
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Humano es el dolor, el padecimiento y la lucha constantes. No hay nada en la vida que no tenga su dosis de sacrificio. La vida es lucha, decía el general de Loyola, y creo que no se equivocaba; basta asomar un poco las narices por esos recovecos de la vida norteamericana que no aparecen frecuentemente en las noticias, para darse cuenta de lo que sufre la gente que vive aquí y que no tiene documentos migratorios que les garanticen aspirar a un trato justo. Tienen que vivir como delincuentes, a la sombra de un sistema que hace la vista gorda y que por momentos es verdaderamente ineficiente. Son millones y son también una parte muy importante de la economía de este país. Sus brazos y sus corazones animan la vida diaria en sus comunidades, aportando imaginación, talento y creatividad a ese mundo tan difícil que les ha tocado vivir.
—¿Por qué hablas tanto de los ilegales? —le pregunto directamente.
—Porque los conozco muy bien —responde sin voltear a verme. Vamos caminando por el campus de la universidad y el sol del mediodía permanece fijo sobre el cielo clarísimo de Arizona. Pasamos junto a unas muchachas muy jóvenes que hacen gran algarabía alzando unos letreros en los que anuncian la oferta del día: “Free Hugs”. Las abrazamos y nos abrazan. Se ríen y se despiden con gran alboroto, nos desean un buen día.
— ¿Ves?, todavía hay esperanza —le digo.
— ¿De qué? —responde fingiendo que no ha entendido. Creo que yo tampoco quiero entender mucho. Continuamos en silencio el resto del camino a la oficina. Una paloma pitayera ha cantado a lo lejos su delicada tristeza.
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“Bueno, pues les diría que se compraran un diccionarios enciclopédicos, de sinónimos y antónimos; les diría también que leyeran todo lo que pudieran. Mira, si alguien como yo que estudió nomás hasta el sexto grado puede escribir libros, cualquiera que se lo proponga puede hacerlo también”, está repitiendo su mantra: el trabajo es la llave que abre todas las puertas, y si no las abre pues nos queda la voluntad convertida en patadas: ¡faltaría más! Cree en sí mismo y cree que lo que hace -escribir día y noche esos folios de letra ilegible- tiene un valor que debe ser reconocido. Asegura siempre que las palabras nos hacen, que el lenguaje es lo que somos, que más allá del decir no hay nada. “Entre más palabras tengas en la cabeza, más puedes hacer. Por cierto, ¿has escuchado eso de que cada cabeza es un mundo? Pues es literal, ¿no te has dado cuenta que las cabezas tienen forma de planeta?”.
— Miguel, Heidegger decía que el lenguaje es la casa del ser.
—Ah, pues ahí está la cosa.
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Ha vivido en esta casa durante muchos años, quizás más de treinta. Se encuentra ubicada en una calle con nombre sonoro: Campana de plata. Es una casa típica de la región; es decir, se trata de una edificación de anchos muros de adobe y grandes ventanas. Esas construcciones cedieron el paso a las casas levantadas por diseño: estructuras mentirosas de madera y cartón.
La casa de Miguel es grande y durante el verano permanece fresca. Las gruesas cortinas mantienen en su interior un ambiente de casi penumbra que invita a la intimidad y que facilita la conversación. Es una casa silenciosa, un hogar de personas mayores donde hace ya tiempo que no corren los niños, salvo en las ocasiones en que algún invitado llega. El tiempo parece detenido y el trabajo de Loli -apenas audible- se deja escuchar en el tintineo de cucharas en la cocina o en el sonido de la cafetera que no deja nunca, mientras haya alguien que ha venido a conversar, de filtrar su perfumada infusión.
Se va a mudar pronto, después de todos estos años. Entiende que si vende su casa puede darse el lujo de mudarse a una zona residencial mejor, con más espacio y quizás hasta obtener algún beneficio económico con la transacción. Por lo pronto estamos aquí, en una amplia habitación con paredes de madera en la que cuelgan muchas fotos: niños sonrientes, viejos que se abrazan y miran fijamente a la cámara, mujeres que se paran de costado y nos están viendo desde los años remotos. Hay una foto en la que Miguel aparece vestido con la indumentaria académica y me paro para verla mejor: se encuentra acompañado de profesores que sonríen amablemente. “Cómo la ves, Ramírez”, me dice con una sonrisa maligna que conjuga boca y ojos apretados. “Te ves muy bien. Quien no te conozca que te compre”, le digo para darle pie a la chanza. “Se me hace que hasta traía los zapatos todos llenos de cemento”, afirma para enfatizar su logro. No le creo, pero entiendo muy bien lo que dice.
Tras de él una ventana y una cortina entreabierta: se adivinan las ramas de un naranjo. La tarde se demora en morir en el verano, y al morir arrastra todo el día hacia su profundo silencio; sólo las palomas pitayeras -que parecen lamentarse infatigablemente con su canto- están ahí para componer la elegía del tiempo perdido. No hablamos, compartimos el espacio. Se nos van acabando las horas y las palabras. Se va volviendo costumbre el escuchar el ruido lejano de la ciudad que se vuelve real en las sirenas, los helicópteros y los mugidos de la bestia ferroviaria.
-¿Quiere más café? -interrumpe Loli.
-Y más galletas -respondo con un cinismo que hubiera enrojecido las mejillas de mi madre, o de mi “jefa”, como seguramente diría Méndez.
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Hay algo en los relatos de Miguel Méndez que me seduce, y no tiene que ver con la historia o la calidad literaria. Me refiero a la atmósfera que aparece en todos ellos, una especie de escenario a caballo entre la pesadilla y el desierto, una suerte de llano tan seco que no permite que nada pueda brotar, nada que no sea un matojo de horrorosas fantasías. Sus personajes se encuentran deformados por la reverberación de ese infierno de arena, piedras y espinas que es el desierto de Sonora. Ahí todo parece salido del espejo cóncavo. Es el delirio del calor, pienso cuando recuerdo aquella vez en que caminando a mis clases de literatura, un mes de agosto con cincuenta grados de temperatura, comencé a ver cómo se movían los letreros espectaculares de la ciudad, cómo se arrancaban a sí mismos las estructuras metálicas que los mantenían fijos sobre la tierra caliente y escapaban cabalgando a toda prisa hacia algún sitio remoto; aquella ocasión sentí miedo y con la última pizca de cordura que preservaba mi cerebro en ebullición tuve que refugiarme en el aire acondicionado de una refaccionaria en la que una secretaria me salvó la vida con un conito de agua helada. “Te sale humo del pelo”, me dijo aquella muchacha pequeñita y mestiza.“¿En serio?”, respondí pensando en la viñeta de una revista de misterios que había leído de niño.
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“Tengo que caminar, no puedo detenerme”, afirma hablando de las prescripciones del médico. Sabe que su corazón está tocado. Hace dos semanas tuvo que rechazar una invitación que le hicieron en Texas, algo como una conferencia sobre su obra, un homenaje; el médico dice que debe descansar, que no es sano para su cuerpo andar todo el tiempo de un lado para otro. Es algo que le cuesta mucho trabajo aceptar, pero para eso están sus hijos -Isabel y Miguel- y Loli, que lo cuidan a pesar de sí mismo. “Qué piensas cuando caminas”, le pregunto sabiendo que los escritores suelen hacerse amigos vehementes de sus propios pensamientos. “Tonteras”, responde y luego se queda callado largo tiempo.
“Me canso mucho, por eso me quedo callado”, dice cuando vuelve de su largo paseo por sí mismo. Se cansa porque se le van las palabras -me confesaría alguna vez- y porque su costumbre de escribir durante las horas de la madrugada comienza a pesar demasiado.
—¿Y a dónde se van las palabras, Miguel?
—No sé, se van y vuelven. A veces uno pesca unas pocas y las encierra en la página, pero la mayoría de ellas no, no se quedan —dice convencido de todo aquello. Me habla con un gesto de resignación en el rostro.
—¿Sirve de algo escribir?
—Pues no sé si sirva de algo, pero pues uno ya agarró la jodida maña, ya qué —dice riéndose con ojos apretujados.
Comienza a soplar un airecillo otoñal. En Tucson no hace frío nunca: eso que la gente ahí llama invierno no es sino una tregua del verano feroz. Estamos sentados bajo un mezquite que mueve sus ramas espinosas y ralas. Vemos la gente pasar. Muchachos y viejos, todos van y vienen hablando por sus teléfonos. Nadie se detiene, nadie se sienta como nosotros en esas bancas que, por lo visto, fueron hechas para los fantasmas del campus.
—Ramírez, ¿ya te conté cuando conseguí “chamba” con los aleluyas? —me pregunta como recordando de pronto una anécdota que merece ser contada.
— No Miguel, no me las has contado —respondo sin poder evitar una mentira.
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Le gusta cruzar la frontera para ir a Sonora, para estar en su elemento. Cuando hay reuniones de escritores o algún “evento cultural” de cierta relevancia, Miguel se apunta: le gusta ver y ser visto. Hay muchas personas allá que lo aprecian y que le demuestran mucho cariño. En el año 2004, la Feria del libro de Hermosillo estuvo dedicada a él; lo que más le gusta es sentarse delante de la gente para contar la historia de su vida. Muchas personas lo escuchan y se sienten identificadas con él: es un hombre nacido en un barrio llamado “La Zorrillera” en Bisbee y que creció, según nos cuenta, sitiado por la tragedia en un llano polvoriento de Sonora. Habla como cualquiera y cuenta una vez y otra vez la misma historia de lucha constante. No hay quien no pueda reconocerse en sus dolorosas anécdotas rayadas de un humor cruel y escatológico, en su afán insobornable por la “carrilla” y el santo relajo nuestro de cada día.
En un corrillo habla con su voz entrecortada, con palabras mordidas que se pronuncian casi con pudor y que a veces hacen que el interlocutor deba acercarse para tratar de entender. Antes de ir a algún evento público lo imagina todo acariciando el inminente porvenir con el pensamiento, lo anticipa con todo el cuerpo. “Va de cuento”, le dice a sus entrevistadores, tratando de hacer el escenario donde mejor resuenen sus palabras. Vuelve a empezarlo todo.
—¿Por qué nunca aprendiste a escribir en inglés?
—No sé, uno desarrolla ciertos prejuicios —responde como queriendo evadir el tema—, ciertas manías que no se quitan nunca.
“Mi lengua es el español”, repite una y otra vez. Asume la lengua como un venero, una tradición que alimenta su pasión por la escritura. “En el futuro la gente podrá apreciar lo que escribimos en español de este lado”, se anima a profetizar con repentino entusiasmo, y yo tengo unas ganas enormes de que su predicción sea cierta.
—¿Va a florecer este desierto alguna vez —le digo apuntando al llano.
—Florece siempre, aunque no nos demos cuenta. Es una tumba de tumbas, un cementerio de ilusiones. El desierto es una enorme realidad que posee la terrible atracción de la muerte.
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Amanece y el sol, rojo como el corazón del fuego, se asoma detrás de las montañas. Esta ciudad se abre paso al nuevo día dando manotazos, peleando casi por cada bocanada de aire. Quedan todavía algunas chicharras que arden por ahí perdidas, quemando insistentemente toda su rabia; van y vienen pájaros contra el cielo recién nacido. En la cocina, Loli prepara café y el aroma lo toca todo.
—Veo un aire algo místico en tus obras, Miguel —pregunto con verdadera curiosidad.
—Mira, yo tengo una gran pasión por Jesucristo. Me fascina la idea de poetizar su vida, de fantasear con sus milagros. Es un personaje esencial en mi vida, definitivamente.
—¿Qué es lo que te interesa más del personaje?
—Pues bueno, todo. Es un mensajero de justicia; creo que eso es, la defensa radical de los oprimidos.
Tema recurrente en su literatura, la injusticia y la opresión aparecen en sus poemas, fábulas y relatos. Méndez se asume como testigo de una realidad cruel en la que hace falta que los indolentes se sensibilicen con la tragedia de millones de almas que viven encadenadas por el abuso de sus explotadores. No existe en él un componente teórico que articule estas demandas tanto como una expresión simple, a veces incluso grotesca, que intenta atrapar el sentimiento de humillación y el dolor que padecen los más pobres entre los pobres.
“Pues mira, lo mío es lo social, pero no por eso me desentiendo del arte, de las leyendas, de lo poético”, afirma para que nadie vaya a creer que lo suyo es escribir panfletos. Para él la imaginación pesa, y mucho, en el balance de una obra. Las personas no sólo somos agentes sociales sino también forjadores de sueños profundos, de absurdos y maravillosos sinsentidos. Apuesta por el hombre completo, el ser humano hecho a semejanza del delirio.
Me gusta tomar café con ellos porque me sirven una taza enorme, lo que significa una conversación más larga, una dulce demora. Así se paladean mejor las palabras, empapadas por el café caliente y por la presencia que se comparte de común acuerdo y en santa paz. Llaman a la puerta: es Miguelito, el hijo. Miguel, el padre, lo recibe contento. Afuera sigue el día creciendo.
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“Ya quedó todo”, afirmo con certeza. Miguel se rasca la cabeza y busca algo que no se deja encontrar; de pronto alza el brazo, va a hablar y se detiene. Se vuelve a rascar la cabeza, piensa, sigue buscando. “Creo que por ahí tengo algo más”, afirma sin mucho convencimiento. Se levanta trabajosamente y se pierde. Me quedo en la sala viendo en la tele a una mujer portentosa hablando de deportes. “Loli, Loli”, gritan desde una de las habitaciones al fondo; la esposa se dirige pacientemente hacia el llamado. Escucho una conversación lejana que nada dice. Regresan los dos: Loli negando con la cabeza y Miguel sonriente con un “bonche” de papeles bajo el brazo. “Aquí están”, dice en tono triunfal.
Me entretengo largamente revisando aquellos papeles. Lo hago una, dos, tres veces; no me cabe la menor duda: se trata de trabajo ya hecho. “Miguel, esto ya lo hicimos”, afirmo enfático. Noto que no me cree y entonces se ríe escéptico: “No, eso es nuevo”, afirma plenamente convencido de lo que dice. Vuelvo a revisar todo aquello, saco mi computadora de la mochila y comparo con el trabajo previamente digitalizado: no hay duda alguna, se trata de textos en los que ya hemos trabajado. Perfectamente podría arrojar todo aquello a la basura, pero no lo hace. Me ve con un rostro que anuncia desconfianza. “Loli, verás llévate esto y guárdalo por ahí”, afirma para zanjar el asunto. Después nos quedamos nuevamente en silencio. A lo lejos se percibe el ronroneo de una sierra de cadena: alguien en el barrio ha decidido podar sus árboles. Es sólo eso.
***
De todas las celebraciones del mundo no hay ninguna que me conmueva tanto como el Día de acción de gracias de los norteamericanos. Me gustaría que todas las naciones del mundo se dieran un tiempo, unos segundos siquiera, para agradecer a alguien por algo, por lo recibido, que no siempre es tan poco ni tan barato como creemos.
—¿Sí vas a ir a la casa, verdad? —me dijo unos días antes del jueves señalado.
—Claro, Miguel —respondí con entusiasmo.
—A ver qué le podemos hacer al “chihui” (pavo en sonorense) —anuncia para hacer más irresistible la invitación.
—¿Qué llevo? —pregunté para cumplir con el protocolo
—A la familia —respondió secamente.
***
He llegado a tiempo y no pude resistirme a traer conmigo algo más que familia: un pay de calabaza. Como es costumbre este día, las tiendas y centros comerciales se encuentran a tope; todo mundo corre de un lado para otro buscando algo que se ha olvidado, algún ingrediente indispensable sin el cual la receta del pavo se va al caño.
Miguel vive ahora lejos de la ciudad, justo en medio del desierto, rodeado por saguaros y víboras de cascabel. Para llegar hasta su casa es preciso conducir un poco por la carretera, lo cual es ampliamente agradecible cuando cae la tarde y el occidente se anega en su propia sangre; una ocasión tuve la fortuna de conducir por esa carretera después de un chaparrón de verano: abrí las ventanas del auto para sentir el perfume de la Gobernadora, planta también conocida como hediondilla y que posee un perfume exquisito. Olía también a tierra empapada. Demasiado bello para ser un cementerio.
No hay nadie todavía, pero sé bien que dentro de poco comenzarán a llegar personas, invitados salidos de todas partes, gente con la que Miguel ha bordado amistad y que ha querido invitar con el pretexto de la comida, aunque en realidad lo que desea es compartir la presencia. Dicho y hecho: el timbre no ha parado de sonar desde hace media hora. Ahí estoy yo, saludando gente, repitiendo una y otra vez: “mucho gusto”, incluso cuando me presentan a una misma persona por segunda o tercera ocasión. A mí no me importa mucho: estoy de buen humor entre los desconocidos. La cocina huele a esperanza y con el pretexto de tomar fotos -que es una de mis aficiones- voy y vengo entre aquellos platos, levantando un poco el papel aluminio, husmeando entre aquello que ahí se esconde y que huele tan bien.
Alguien trajo vino, mucho vino, y brindo con un hombre antiguo, un nativo de este estado que me habla en español. Me cuenta historias de antes, de cuando “el pueblo era más chico” y todos se conocían, según comenta; pero, como suele suceder siempre, los años llegaron para echarlo todo a perder: “¡Lo que hay ahora, ay, lo que hay ahora!”, se lamenta con su mirada glauca.
Llegaron también unos profesores, colegas de Miguel que lo conocen desde hace muchos años. Están entre la gente pero no dejan de ser profesores; es decir, se mantienen unidos, hacen un grupo y hablan con seriedad cosas que se pierden entre el alboroto de la vida de los demás.
Las mujeres, que aquí parecen mayoría, hacen farfulla. Hay unas muy viejas, gente que viene de México, parentela política de Miguel que se toma estos días para venir de visita. Ellos hablan con voz de pajarito, reunidos en un sillón o sentados en la barra; entre tanto ruido parecen los deudos piadosos de un velorio en el que escasean los buenos modales.
—Voy a ir sirviendo y ustedes pueden repetirse todo lo que quieran, que al cabo hay mucho —dice Loli dirigiéndose a todos los presentes. Hay una pausa que indica que nadie quiere ser el primero. Yo no estoy para remilgos y avanzo: detrás de mí, como los reos que han llamado a la hora del “rancho”, se vienen todos los demás.
Miguel no come casi nada, no puede, pero va y viene interrogando a los invitados, cerciorándose de que los platos no se vacíen nunca. Se le ve feliz entre los demás: le gusta ser anfitrión. De vez en cuando se pasa conmigo y me hace algún comentario punzante sobre algún presente: me gana la risa, pero finjo, no quiero ser obvio. Tiene razón Miguel, hay mucho blanco fácil.
Estoy ahíto, como las auras. Es hora de meter freno y descansar, hacer una parada técnica para volver quizás más adelante -antes de que se apaguen las luces- a embestir lo que haya quedado. Lo mestizo encarna en esta cena. Lo que hemos comido hoy está muy lejos del pavo seco, el puré de papa, el relleno, los camotes y los ejotes insípidos que la tradición gringa demanda; en esta casa, como en muchas otras casas del suroeste norteamericano, al pavo se le agregan tamales, champurro, frijoles y lo que se pueda. Más que una cena familiar, piadosa y sin excesos, lo de nosotros es siempre algo muy próximo a lo que conocemos como fiesta. Por eso la casa llena y las risotadas, y el infatigable ir y venir de platos y copas.
“Vamos para allá”, me señala Miguel. Nos retiramos a una habitación cercana, un despacho en el que tiene muchos libros, de su autoría y ajenos, así como diplomas, reconocimientos y fotos de colegas. Tiene también una almohada con forma de corazón en la que amigos y estudiantes dejaron algunos mensajes de apoyo después de la noche de los tres infartos. Nos sentamos frente a frente. Estoy comiendo un trozo de mi pay de calabaza (tiene un sabor que me remonta a la infancia) y estoy a punto de recorrerme un par de agujeros del cinturón para liberar la presión de la barriga crecida. Miguel Méndez está visiblemente cansado, jadea, le cuesta trabajo hablar. Comienza nuevamente a contar una historia de antes, de sus años en El Claro, de sus profesores, siempre tan pobres, tan pobres que incluso uno de ellos enloqueció de hambre. Habla de su año en Arizpe y sus correrías en el monte, de los iluminados que arrastra el desierto, los profetas y mendigos trashumantes, los circos que aparecen y desaparecen, los espantos de la canícula, la enfermedad, la mierda de los canallas, los opresores, la gente condenada a miseria perpetua, las piedras con forma de huevo que hierven y revientan de calor, las espinas, las culebras y los arroyos siempre secos, las putas de la frontera, los narcos, la migra y los racistas de Arizona, los libros de su madre, las obras de construcción, los colegas de Phoenix, el ardor en los ojos, manos y espaldas de los que pizcan en el verano: las luces y la sombra de quienes han nacido para guerrear todos los soles de este mundo.
Miguel Méndez se calla, no quiere hablar, no puede. Deja que sean sus obras y sus trabajos de tantos años quienes lo defiendan o condenen. Es hora de descansar, de echarse a caminar hacia el desierto sin orillas de ese mundo interior al que todos los mortales estamos convocados. Miguel Méndez no existe, consiste, y así es que habrá de perdurar en su patria de palabras purísimas.
Ebetchi’ibo kaa kokowame ayune, amigo.
Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com