Imágenes urbanas: El Autorretrato
Por José Luis Barragán Martínez
Aquella tarde, en Hermosillo, se decidió a entrar a la cantina El Pluma Blanca, tenía mucho interés en conocer a los Poetas Malditos de los que, había escuchado, allí tenían su punto de reunión los cuales eran hombres de talento, irreverentes al status, innovadores del arte.
Espichadito, se acercó a la barra y pidió una caguama, volteando discretamente para todos lados; la sinfonola gritaba a los cuatro vientos a José Alfredo Jiménez:
“¡Y ya después,
que pase mucho tiempo,
que estés arrepentida,
que tengas mucho miedo;
vas a saber,
que aquello que dejaste,
fue lo que más quisiste,
pero ya no hay remedio…!”
Por fin, en un área junto al baño, se percató de que en torno de dos mesas que se habían juntado para tal efecto, ignorando la peste de los mingitorios, se encontraban los poetas que buscaba.
Hacia allá se dirigió y les habló a boca de jarro, sincerándose, diciéndoles que los admiraba sin conocerlos. Antes que hubiera respuesta les invitó cuatro caguamas y se sentó con ellos.
Había escuchado que los Poetas Malditos eran gente mala-sangre; nada de eso, la charla fue amena, inclusive hubo un detalle que llamó mucho su atención:
Ocurrió que la charla estaba “prendida” en torno al último número de su revista preferida “la vida loca”, cuando un borracho pasó corriendo detrás de una cucaracha y la aplastó con el pie inmisericordemente.
Fue entonces cuando uno de los poetas, gritando y con lágrimas en los ojos le reclamó: “¡Por qué la mataste, no te había hecho ningún mal!”; la respuesta: “¡Pero era una vil cucaracha!”, “¡Y qué, tenía vida, la vida era de ella, la vida es lo más grande que hay, no tenías ningún derecho de quitársela!”.
La conversación y las caguamas continuaron mientras caía la tarde, un sujeto que traía un fajo de cartulinas bajo el brazo se le acercó, de inmediato le invitó un vaso de cerveza y trabaron plática, el hombre aquel de nombre Sergio Rascón, le dijo que escogiera una de aquellas cartulinas todas las cuales traían un dibujo a base de la original técnica de tinta y saliva:
– Si me quieres regalar uno de tus dibujos, regálame el que más quieras.
– Me la pones difícil, pero toma.
Y el autor le dio, inclusive le firmó, un autorretrato dibujado en el reverso de un cartel de la Universidad de Sonora.
Esa misma tarde, cuando salió del Pluma Blanca, se fue directo a la Casa de los Marcos a que le enmarcaran el regalo, iba convencido de que los Poetas Malditos en realidad eran “Malitos”.
Cuando posteriormente llegó a su pequeña casa (sin enjarrar) y quiso colgar el cuadro en una de las paredes, su mujer puso el grito en el cielo: “¡De por sí las paredes son feas y ahora más feas se van a ver con ese hombre; mira nada más, da miedo verlo!”, “Ahí está el arte mujer, en transmitir algo”, “¡pues será lo que tú digas pero no quiero este cuadro en ninguna parte!”, y el cuadro se fue a dormir el sueño de los justos en un rincón.
A los dos años aprovechó que recién había enjarrado la casa para solicitar permiso a su señora de colocar el cuadro de Rascón en alguna parte, el permiso fue concedido, pero a las dos semanas apareció sobre de él un calendario de Coppel.
Tres años después el porche lucía maravilloso, un día antes había terminado su construcción y allí, frente a su esposa, sentados en sus respectivas poltronas que brillaban de nuevas, otra vez pidió permiso para colgar el autorretrato, la mujer accedió de no muy buena manera.
Dos semanas después, cuando el hombre llegó del trabajo, con mucho coraje vio que el cuadro de Rascón había desaparecido, sin embargo se calmó cuando en su lugar había una tabla de palofierro con unas letras grabadas que decían:
Gracias mi amor por hacerme tan feliz,
por compartir tu vida con la mía,
por regalarme tus besos y alegrías;
pero más que nada:
por ser como eres,
y por aceptarme por ser como soy.
*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador