Ludibria: Tigre de identidad
Ramón I. Martínez
El león no es como lo pintan, dicen. Pero tal vez ni siquiera el tigre, así sea de Santa Julia. Ramón López Velarde, excelso poeta nacional recordado (no tanto leído) sobre todo por el célebre poema de largo aliento titulado “La Suave Patria”, es no menos brillante como ensayista, debido entre otros factores al uso de la imaginería.
Y podría entonces decirse con él que “la fiera no se da punto de reposo”: el zarpazo no por breve no contunde. La paternidad de que nos habla su ensayo “Obra maestra” refiere en primera instancia a la soltería como estado superior respecto del matrimonio. Las potestades eternas de la virtud en su omnipresencia agotarían y desquiciarían por medio de graves responsabilidades al tigre fuera de su jaula, al tigre que se atreve a ser padre de familia. Y a esto se compara la plana de la fecundidad literaria: con un hijo se pierde la tranquilidad para siempre. El equiparar a la escritura con la paternidad es un tópico ya viejo, recuérdese por ejemplo el prólogo del primer Quijote. Tomar el lápiz (o la pluma o el teclado, lo mismo da), temblar ante el riesgo del sacrilegio (la mala crianza): puede ser la palabra acerca de la palabra, o la palabra acerca del hijo, quizá la diferencia no es el atrevimiento de arrostrar responsabilidades, ni la angustia que conlleva el proceso creador; podría ser una falsa modestia, poner cara de humilde para seguir gozando del privilegio de la soltería, fingir temblar de miedo ante la vida cuando lo que se tiene es la gana de echar a rodar nuevos corazones, o de soltar plumas –no necesariamente canas– a vagar por el aire.
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Defender el purismo ultraconservador equivale a fosilizar el idioma, petrificarlo; sería tanto como condenarlo a muerte, como al latín vulgar.
El idioma es un organismo vivo y se renueva constantemente. Defender el purismo ultraconservador equivale a fosilizar el idioma, petrificarlo; sería tanto como condenarlo a muerte, como al latín vulgar. Por eso el discurso de ciertos personajes suele ser tan momificado como aburrido, v.g., en algunas ceremonias. Al respecto conviene remitirse al texto “Legítimo repudio” de Gabriel Zaid, publicado en su Cómo leer en bicicleta. Se encuentran ahí los siguientes párrafos:
“Siempre es bueno que los políticos usen los diccionarios. Pero sería mejor que los usaran correctamente. Si Díaz Ordaz supiera escuchar, sabría perfectamente que ‘repudio’ sí se dice, y sabría de antemano lo que quiere decir. Pero parece que no se había fijado en la palabra hasta que se la espetaron; que no la entendió; que, muy recomendablemente, acudió al Diccionario de la Academia; pero no lo supo leer.”
“Usar correctamente un diccionario no consiste en obedecerlo. Hay que juzgar a las autoridades, aunque eso le parezca inconcebible a una mentalidad autoritaria. No es la autoridad, sino la sociedad, la que impone el ‘se dice’. No es la autoridad la que da el buen decir, sino el buen decir (a juicio de la sociedad de hablantes, lectores y escritores) el que da la autoridad.”
Siguiendo a Vivaldi puede decirse que los diccionariólatras suelen olvidar (o mejor, ignorar) que el Diccionario no es un ser generador de palabras, sino recolector de las que tienen vigencia en un momento dado. Es sólo una descripción de un estadio evolutivo de la lengua, más o menos reciente; no es una “prescripción lingüística universal”, aun suponiendo que semejante adefesio pudiera existir. Inclusive el Diccionario siempre va retrasado respecto a la evolución del idioma, ésta rebasa con mucho en velocidad a los académicos. La prueba está en que el Diccionario de la Real Academia, cada cierto tiempo, se remoza y recoge todas aquellas voces vivas o vigentes que no estaban incluidas en la edición anterior.
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Octavio Paz, innovadoramente, se ha planteó cuestiones complejas en su laberinto –retomando una temática de Samuel Ramos–: ¿cuál es la esencia del mexicano, cuál su razón de ser? Rehusa el psicologismo de Ramos, pero usa uno propio. Es posible que el rechazo manifiesto en el laberinto hacia la cultura chicana (se refiere al chicano como “un clown siniestro y sombrío”) no es meramente un desplante xenofóbico (lo sería impropio de Paz) sino el ansia de unificar visiones, de encontrar la unicidad mexicana, su identidad: la manera única de ser mexicano.
Hay en esto una especie de zipizape; existen maneras varias de ser mexicano, nuestro país no es sólo la Ciudad de México, aun suponiendo que saliendo de ella todo sea Cuauhtitlán. Ojalá Paz no se equivocara, pero no existe tal unidad en una nación tan fragmentaria, en un país repleto de sectarismos. En un país como el nuestro, Paz ha sido crucificado tanto por izquierdosos como por ultraderechas, dada la ocasión.
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En sus 1001 años de la lengua española, Alatorre nos relata que el primero de los grandes educadores ilustrados del mundo hispánico fue Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), monje benedictino, tan atento a las cosas modernas como deseoso de hacérselas conocer a sus contemporáneos. La labor innovadora de este espíritu curioso consistió no sólo en las muchas cosas que dijo, sino también en la manera accesible como las dijo. Feijoo fue sumamente leído tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo. Asimismo fue objeto de múltiples ataques producto de los más diversos intereses creados. Pero de todos supo defenderse. Por ejemplo, a quienes lo acusaron de que con sus novedades, con sus expresiones traídas del francés, estaba manchando la “pureza” de la lengua castellana, les contestó con un sarcasmo que no ha perdido modernidad: “¿Pureza de la lengua castellana? ¿Pureza? Antes se debería de llamar pobreza, desnudez, sequedad”; y se burló de la “afectación pueril” de esos casticistas “picados de cultura”, que en nombre de la tradición se oponían a la renovación.
*Ramón I. Martínez (Hermosillo, 1971) Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM, profesor a nivel bachillerato en el Distrito Federal. Ha publicado Cuerpo breve (IPN-Fundación RAF, 2009). Cursa el doctorado en Humanidades en la UAM-Iztapalapa.