La Perinola: Descenso a los infiernos
Por: Álex Ramírez-Arballo
Anoche volví a soñar con el desierto. La cosa fue así: aparecí de pronto en medio de un llano reseco en el que crecían algunos arbustos ralos; hacía mucho calor, el sol caía a plomo y soplaba un viento que me quemaba la piel. A lo lejos, tras el reverbero, un grupo de personas me hacía señas agitando los brazos, invitándome a caminar hacia donde se encontraban. Eso fue lo que hice, caminar y caminar con la esperanza de encontrarme con aquellos hombres salidos de la nada que me producían una enorme alegría. La cosa es que avanzaba pero ellos permanecían siempre a la misma distancia, agitando sus brazos cada vez más animadamente, dando voces desesperados porque el encuentro no se producía jamás. No sé qué pasó después porque el sueño se desvaneció y yo me disolví en esa oscuridad total del que duerme sin soñar; lo siguiente que recuerdo es la primera luz de la mañana primaveral de Pensilvania entrando por mi ventana y el canto de los pájaros del alba. Todo era mentira.
Con el desierto tengo una relación que se ha ennoblecido en la distancia. Me gusta volver a él de cuando en cuando, visitarlo para tocarlo y hollarlo, para confirmar que sigue siendo una realidad en algún lado y no solamente los vapores del recuerdo o la ensoñación. Luego vuelvo a partir y dejo que sea la imaginación quien lo reconstruya, quien le dé atributos exagerados o francamente imposibles, y eso me hace sentir muy bien: me invento -sin que nadie lo sepa- una nostalgia. Se trata de construir con los trozos difuminados de la memoria una suerte de tierra prometida, un sitial de auténticas revelaciones que aparentemente he perdido y que intento recuperar a través del arte de la poesía. Me ayudan mucho también las letras de autores como Bowden, Harrison, Abbey o el mismo Merthon, que alguna tarde me enseñó en uno de sus versos cómo y por qué Dios le había dado al diablo el desierto como hogar. Pienso también en Borges, cuyo desierto, imaginado y laberíntico, era la prisión más perfecta que jamás nadie hubiera urdido.
En el desierto el vacío no es el vacío sino un silencio cargado de sentido, una nada viva en la que es posible entender una historia con todo lo que no está. Esa vaciedad purísima tiene todas las claves de la lucidez y el delirio.
Veo el desierto como el único lugar que puede servir de espejo del espíritu: delante de él –en él- podemos ver lo que de otro modo se nos escapa: las dimensiones de nuestra existencia. Es un arma de doble filo porque la visión de lo que verdaderamente somos puede tanto iluminarnos como aniquilarnos; sin embargo, sé muy bien que el riesgo vale la pena. Yo quiero volver siempre para sentirme abandonado en la arena, diluido hasta la nada bajo ese sol despiadado que escalda la piel y los labios, aturdido y encantado por esos cielos nocturnos en los que giran las inmóviles aspas del universo.
Descender a los infiernos, al ínferos, es viajar al centro del centro de uno mismo. Nadie puede volver de semejante profundidad con la razón en su sitio. Advertidos quedan.
Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com