Imágenes urbanas: La casa de doña Pancha
Por José Luis Barragán Martínez
Allá en los inicios, cuando la vida me enseñaba a ser sonorense, en 1979 cuando recién había emigrado del Sur, me encontraba hospedado con doña María Guerrero (qepd), exactamente enfrente de la iglesia de San José por el bulevard Vildósola de Villa de Seris.
En ese entonces que me sentía tan solo, escribía muchas cartas a mis familiares y amigos de mi terruño, Cuauhtémoc, Colima. Les hablaba del clima de Hermosillo, de la gente y sus costumbres, las “Coyotas”, los porches de las casas.
Precisamente la casa de doña María tenía (tiene) un porche verde y desde allí Barragán observaba al mundo, a la gente que pasaba. Desde allí escribía mis cartas para el Sur informando con orgullo que en esos momentos me encontraba sentado en una “Poltrona”, y explicaba lo que era una poltrona.
Recuerdo que una vez, emocionado por la vista que ofrecía la “Piedra Bola”, escribí a mi hermana Reyna: “Se trata de una gran piedra en la punta de un cerro, como mito y/o explicación científica, podría decirse que unos duendes la subieron hasta allá, aunque al parecer esta parte de Sonora estuvo cubierta por el mar y las mismas corrientes submarinas fueron erosionando la montaña hasta sacar la roca de sus entrañas”.
Desde mi poltrona observaba hacia el Norte a la gente de la casa de enseguida, la casa de doña Francisca Bernal (cariñosamente llamada “doña Pancha”) y su esposo don Genaro Estrada.
En la casa de doña Pancha no había barda, simplemente un alambrado de púas, ella y doña María eran comadres, muy buenas personas, así que las relaciones entre quienes vivíamos en ambas viviendas eran excelentes.
La casa de doña Pancha era pequeña y sencilla, de adobe y terrado (techo a base de vigas de madera, carrizo, tierra y loseta), tenía un gran traspatio con un enorme guamúchil y un vetusto palo fierro.
Una tarde, desde mi poltrona, observé que doña Pancha hacía preparativos debajo del guamúchil: una lumbrada dentro de la mitad de un tambo a manera de fogón, luego un gran comal y para mi sorpresa, con la mayor facilidad que se pueda imaginar, aquella frágil mujer de algunos 75 años empezó a golpear con las palmas de las manos unas pequeñas bolas blancas, resultando unos gigantescos discos que en un dos por tres se cocinaban.
– ¡Qué está haciendo doña Pancha!-, le pregunté desde mi observatorio.
– ¡Son tortillas de harina, ven pa’ que las pruebes!
Esa tarde disfruté por primera vez de uno de los manjares de la vida: Un gran taco de tortilla de harina “sobaquera” con frijoles “aguados” y queso (después supe se llamaban “burritos”), acompañado de una taza de café de talega, el mejor café del mundo.
Con el tiempo mi amistad con doña Pancha y su familia creció, inclusive hasta me hice compadre de una de sus hijas, Silvia, ya que acompañé a Chuyito para que hiciera su primera Comunión.
Conocí por dentro la fresca casa de doña Pancha, estuve algunas veces en la pequeña sala platicando con aquella familia sonorense que me brindaba su amistad y su confianza y que hacía que no me sintiera tan solo.
Viví dos años en aquel barrio que nunca olvidaré, donde dejé buenas amistades entre las que se cuentan al compadre Álvaro Tamayo y la comadre Martha (por el ahijado Lupito, dueños actualmente de Panadería La Ceiba allí cerca), don Alejo Tamayo y doña Mariana, Mario Salado (quien se sacó 2 veces la lotería) y su esposa doña Eloina.
El tiempo transcurrió, un día de 1991 que visité Villa de Seris doña María me dio la mala noticia: – Murió doña Pancha.
Más tarde, cuando en 1996 viajaba por el bulevard Vildósola frente a la iglesia de San José, miré un letrero por fuera de la casa de doña Pancha: “SE VENDE ESTA CASA”.
Luego el letrero desapareció y unos hombres con maquinaria echaron abajo la humilde construcción, también tumbaron el guamúchil y el vetusto palo fierro y en su lugar, poco a poco, fueron levantando… ¡Una bodega!
Hoy en día, cuando paso por el bulevard frente a la iglesia de San José miro la casa de doña María que sigue allí, allí está la poltrona donde me veo sentado aquella tarde que nunca olvidaré, cuando como un ritual, aquella pequeña bola blanca se transformaba en gigantesco sol, salido de entre las manos de doña Pancha.
*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador