viernes, noviembre 22, 2024
ColaboraciónColumnaCulturaLudibriaOpinión

Ludibria: Relecturas, Ciudad universal

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Ramón I. Martínez
Ramón I. Martínez. La ChicharraHace ya veintidós años, se publicó en forma de libro la excelente reunión de cuentos titulada Ciudad nocturna, de la autoría de Luis Enrique García. Los cuentos están precedidos por una nota liminar escrita por el siempre recordado Darío Galaviz Quezada. Nos dice el inefable Darío en la nota liminar de este cuentario:

“Estos cuentos rebasan la idea todavía privilegiada de que lo literario es vehículo de desfogue temperamental o motivo ocasional de lucimiento; son trabajos de un obrero y no de un ilusionista o exhibidor de artilugios. Ya la fuerza de este obrero no consiste en el falso milagro de hacer surgir, a partir de cero, una forma absolutamente escogida; de ahí que no sirva de nada decir que el autor de un texto es un creador.”

 Si tuviera que acotar algo a las líneas anteriores, diría que referirse a lo literario como vehículo de “desfogue temperamental o motivo ocasional de lucimiento” todavía sigue siendo idea privilegiada.

No es de extrañar que tal cosa ocurra. Por un lado, la escritura como creación (“como manufactura”, tendría que decir para estar acorde a los símiles obreros de Galaviz) no es cuestión de desplazar al “desfogue”. E incluso, ni siquiera el más frío raciocinio matemático está deprovisto de pasión, en cuanto que existe la entrega. ¿Cuál es el problema de que lo literario sea un desfogue? Tal vez a lo que se quiere referir Darío es al hecho de que muchos son tan ingenuos que creen que para hacer (manufacturar o crear, para el caso es lo mismo) literatura se necesita ser cien por ciento sincero. Quien tal creencia tiene es más bien cien por ciento ingenuo. Y gusta de confesar sus más ridículos devaneos en público, creyendo que por el solo hecho de decirlos ya constituyen por sí mismos un producto literario, y como si éste fuera un burro, pudiera decirse: “Tú que sabes de amores…”

Por otro lado, ¿qué me importa si tal o cual obra fue escrita con motivos de lucimiento? Es decir, a mí no me va ni me viene que un arrobado fulanito haya escrito una infinita serie de frágiles poemas pensando en la gentil perenganita. Eso no vuelve al susodicho fulano mejor o peor poeta. Definitivamente, no queda para el sano juicio de la persona discreta el morbo, las peripecias y fortunas de la vida privada de otro. Si alguien quiere lucirse, no me importa, más bien pinto raya. Ya habrá quien si pierda el tiempo. Y vuelvo a lo mismo: a mí como lector no me incumbe las intenciones del autor, sino lo logrado o no de su producto.

Darío Galaviz nos habla del escritor como un obrero. Este símil, como cualquier otro, no es absoluto y se basa en una relación de semejanza, la cual en este caso puede ser interpretada así: el oficio del escritor no es glamoroso, no se trata de que vengan las musas y se abran apetitosas las oscuras corrientes de la inspiración. Se trata más bien de un trabajo de resistencia y lectura –pese a que para el neófito no lo aparenta– que implica mucha labor de observar, disquisición reflexiva, educar tanto la sensibilidad como la técnica.

De ello nos da muestra Luis Enrique García en sus cuentos, así como de una gran versatilidad en el uso de los recursos narrativos, llegando incluso a manejar ágilmente la teatralidad. Tomemos un ejemplo: “El sumid”. En este cuento donde se habla de un grupo de mujeres que intentan formar el Sindicato Único de Mujeres Íntimas Dignificadas (SUMID), se nos perfilan los personajes a través de las acciones y las perspectivas de otros personajes, evadiendo así cansinas retahílas pseudocientíficas. Ello se apoya en un trabajo de observación psicológica que si bien lo pudo desarrollar un antropólogo o un estudioso de la conducta, Luis Enrique lo desarrolla mejor gracias a un decidido y preciso manejo de los espacios y la escena, como hombre de teatro que es. Como escritor, también, logra ir más allá de cualquier moralina y no se entretiene en arreglar el mundo sino en comunicarlo, con una maestría en el manejo de las voces que para quien ha vivido no deja de deslumbrarlo con su mortal y alegre sabiduría.

 

 

 

*Ramón I. Martínez (Hermosillo, 1971) Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM, profesor a nivel bachillerato en el Distrito Federal. Ha publicado Cuerpo breve (IPN-Fundación RAF, 2009). Cursa el doctorado en Humanidades en la UAM-Iztapalapa.


– PUBLICIDAD –


 

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Verified by MonsterInsights