Ludibria: Protesta que protesta, poeta
De qué sirvió el pendejo poema
– Abigael Bohórquez
Ramón I. Martínez
De noche nos encontrábamos al calor del tequila conviviendo un grupo de camaradas, un quince de septiembre, no celebrando el mes de la patria, sino la simple gracia de estar ahí reunidos en la casa, gozando la presencia y la conversa que suelen no ser complacientes sino subversivas. Vino a colación la fina ironía de Gabriel Zaid y su desparpajo para aludir o denunciar con ingenio y precisión temibles a figuras ahora y entonces sacralizadas. Afortunadamente (y para nuestro regocijo) nos acompañaba también un atiborrado librero desde el cual me hacía un guiño “Cómo leer en bicicleta”, del propio Zaid, y comenté: “mira, este libro es sarcástico, para nada difamatorio, no afirma sin dar argumentos”, y nos reíamos con el título de una de los ensayos ahí incluidos: “¿Quién es el escritor más vendido de México?”, o dicho de otra manera: ¿quién es el escritor que más libros vende o quién es el que más oferta al mejor postor su pluma? Ni a Martín Luis Guzmán perdona.
Y me di el lujo de leerles unos de los párrafos del incisivo artículo “Cómo hacer poesía de protesta”:
“En estos tiempos revolucionarios, en que circulan instrucciones precisas sobre cómo hacer una bomba Molotov, extraña mucho que no se haga saber cómo preparar en casa poesía de protesta. Un día de estos un poema va a tumbar a Franco, o a parar la guerra en Vietnam, sin que se haya dado al público en general la oportunidad de apretar el gatillo poético y sentir que tal vez fue la suya la bala decisiva. ¿O es que se teme armar al pueblo?”
Comenté con regocijo (sarcasmo soterrado) las varias recetas que el articulista propone para elaborar ad infinitum poesía comprometida con las causas sociales; por ejemplo desencuadernar la antología “España: poesía de protesta” (incluida en la revista Pájaro Cascabel) arrojar las hojas hacia arriba y seleccionar de aquí y de allá versos e irlos acumulando para conseguir poemas hasta el hartazgo. Mi risa era secundada por mis compañeros de desvaríos, y uno de ellos hizo una acotación que me dejó frío:
“Este Zaid tan irónico. Parece que quiere desprestigiar a la poesía revolucionaria y finalmente lo que hace en un sentido profundo es exaltarla. Como dijo un general de la guerrilla vietnamita: la guerra contra ustedes (refiriéndose a las fuerzas invasoras de los Estados Unidos) no la vamos a ganar en el campo de batalla. La van a ganar las multitudes enardecidas por un verso que protesta y que denuncia frente a el Capitolio.”
Quedé desarmado: no se puede discutir con una interpretación tan jalada de las greñas (no necesariamente de melena jipiesca). “Nada es verdad, nada es mentira, todo es según el cristal con que se mira”. Es válido que un texto tenga varias lecturas, pero no todas son igualmente válidas, sostenibles o coherentes. Hasta dónde llegan los fanatismos, que podemos ver la mano de Dios (como diría José Alfredo) o la cola del Diablo en un mismo suceso según convenga a nuestras propias filias o fobias.
Pero si uno quiere ser un buen lector no puede darse el lujo (comodino a morir) de dejarse llevar por los propios personales dogmas (revolucionarios, a veces) y ver en todo la emancipación proletaria o el pueblo en lucha por las sacrosantas reivindicaciones de las clases oprimidas.
No niego la eficacia que pudiera tener (muy hipotéticamente hablando) la “literatura” comprometida. Pero igual eficacia puede tener para movilizar a las multitudes consignas tan aparentemente pueriles como “sal al balcón, hocicón” (utilizada para urgirle su gallarda presencia en el balcón presidencial al glorioso hombre de hierro Díaz Ordaz), u otras no tan inocuas, sino homofóbicas y retrógradas como aquellas en que se regodeó el Comité Estudiantil de la Universidad de Sonora (CEUS) a principios de los años noventa.
Pero la eficacia sociopolítica adjudicable a un texto oral o escrito no es garantía de su calidad literaria. La finalidad (válgame la pretensión de que tal cosa exista) de una novela, un cuento o un poema, es precisamente ser eso: una novela, un cuento o un poema. Cualquier otra intención a la hora de escribirlos puede volverlos baratarios en su estructura, endebles en su capacidad recreativa (re-crear mundos), y tan burdos como el más hediondo de los rugidos de una turba enardecida en las gradas del circo romano. Pederastia de la expresión amotinada en su desesperación estridente (desgarbada) por un poco de luz, o exhibición de ñoñez e impericia en el manejo del lenguaje.
Volviendo a “Cómo hacer poesía de protesta”, pocos como Zaid han estado concientes de que escribir literatura como un producto que valga la pena por sí mismo no es un trabajo fácil y que no se le puede dejar todo a las musas o al pretendido talento innato: hace falta la preparación y el oficio, ejercitarse en la técnica y en estar atento a la estructura del texto para que éste se sostenga a la hora de ser escrito. Gabriel Zaid al darnos a entender con su recetario de poesía de protesta que cualquiera la puede hacer así como cualquiera puede hacer una buena bomba Molotov, hace notar lo facilón y hechizo de la poesía de protesta que cunde “en estos tiempos revolucionarios”. El punto central es la calidad artística: cualquiera puede tomar un pincel y estampar mamarrachos en un pobre lienzo, pero no cualquiera puede pintar una obra como el Guernica la cual, sin perder su sentido social y de denuncia, es un extraordinario logro estético.
Como dijera José Saramago: “La vida es una mierda, pero vivir es maravilloso”, la injusticia que cunde y se señorea en el ámbito social no habría de volvernos ciegos a la maravilla del sentirse vivo, presente en el pequeño universo de la caricia de su llanura morena, del vástago que nos supera y nos vuelve precisos para amar. Nadie niega (ni siquiera las peores víboras politiqueras) la nobleza de buscar un mundo mejor, sin hambre, donde nadie tenga que mendigar un trozo de tierra, donde el cordero esté paciendo en convivencia con el lobo. Pero lo ideal de esta búsqueda habría de alentar al que piensa y siente para no caer en la falsa ilusión de que su verso es un arma infalibe, reduciendo a éste a un decir llano más adecuado para la palestra de los foros políticos y de los espacios periodísticos de denuncia, perdiendo de vista que el poema como constructo no está formado sólo por ideas sino por experiencia de vida: estoy sintiendo y siento que estoy sintiendo, no bastan los sentimientos (así sean de justa indignación) hay que ser conciente de ellos, y más aún, no basta la palabra, hay que estar conciente de ella y de sus limitaciones que siempre nos superan, pues antes del universo ya existía la palabra, el verbo.
Un buen poema siempre vence al poeta, siempre dirá muchas cosas que el escritor no hubiera pensado decir y hablará (dado el caso) mucho más acerca del propio poeta de lo que él mismo se conoce, tal como de alguna manera lo expresa Mario Vargas Llosa en “La fantasía tendenciosa”, artículo publicado en el número correspondiente al mes de octubre de 1999 de la revista “Letras Libres”. El escribidor peruano rescata del olvido a la figura de don Marcelino Menéndez y Pelayo tomándolo como “pretexto” para volver a describir el vacío de una vida sin literatura. Don Marcelino Menéndez y Pelayo, ortodoxo recalcitrante, pretende dar fe en su monumental obra “Historia de los heterodoxos españoles” de los desacatos a la norma teológica, moral y litúrgica, y paradójicamente, y en contra de las previsiones del autor, termina dando testimonio de que en la sociedad española (pese a la Santa Inquisición) siempre estuvo viva la insumisión heterodoxa, algo así como un santoral de la apostasía. Como dice Vargas Llosa: “¡Qué mejor prueba de que en el campo de la literatura nunca se sabe para quien se trabaja!”
Otro tanto se pudiera decir (pero a la visconversa) de ciertos poetas de protesta. En su ingenuidad de decir por decir, son los peores verdugos de sus propios poemas, los cuales acusan (pese a las buenas intenciones) debilidad y marrullería achacosa. Que los lean quienes los aguanten, así sea en los suplementos culturales de las revistas “activistas”.
Creer que el decir por el decir basta para hacer literatura, es estar casado con la idea nefasta de que la literatura es un espejo fiel de la realidad, es no tener idea de que la literatura no es este mundo: es la creación de nuevos mundos, utópicos pero reales en el momento de la lectura o pacto que se establece entre texto y lector. No darse cuenta de eso es andar vagando en la búsqueda de un Aleph verdadero, trasnocharse porque no hay justicia perfecta a pesar de la poesía de protesta (mejor que se metan de lleno a la militancia política así sea como carne de acarreo), o creer que porque don Quijote no existió Cervantes no sirve para nada. El encuentro con la literatura es de otras expectativas: leen o escriben los que quisieran ser otros (no los mismos de siempre), realizar la posesión de sus fantasías y deseos más insospechados, así sea por un instante. Sobre esto abunda el texto citado de Vargas Llosa.
¿Cambiar el mundo? Protesta que protesta, incendiándote tú solo, gritando en el desierto, pero eso no garantiza que seas poeta. “El tiempo no perdona a lo que se hizo sin él”.
*Ramón I. Martínez (Hermosillo, 1971) Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM, profesor a nivel bachillerato en el Distrito Federal. Ha publicado Cuerpo breve (IPN-Fundación RAF, 2009). Cursa el doctorado en Humanidades en la UAM-Iztapalapa.