Imágenes urbanas: Flores de maquiladora
Por José Luis Barragán Martínez
En días pasados, esperaba el transporte público en la parada frente al estadio Héctor Espino por periférico Solidaridad, me dirigía al Sur de Hermosillo, eran las 5:30 de la tarde.
Había muchísima gente, la mayoría jovencitas que recién había salido de su jornada en las maquiladoras por allí cerca, estaban muy platicadoras con su bata color gris.
Al llegar el carro alcanzo asiento junto a la ventanilla del lado izquierdo, la abro para evitar el sofoco ya que el pulpo camionero nomás no quiere echar a andar la refrigeración de sus unidades.
Y agarramos rumbo al Gallo, el ruletero iba hasta el tope, no cabía ni una aguja, y al mirar a las empleadas de la maquiladora en la plenitud de la vida los recuerdos del pueblo donde nací empezaron a llegar.
Cierro los ojos y me veo en Cuauhtémoc, Colima, finales de mayo de algún año a principios de la década de los 60’s, con tiempo en previsión de las Fiestas Patrias y con las primeras lluvias de la temporada, el pueblo de tres mil habitantes se apresta a la elección de la que será su Flor más bella del Ejido. Las diferentes candidatas con sus comités de campaña pasean por las calles empedradas ganando adeptos, sus exquisitos vestidos bordados con flores de vivos colores se confunden con la naturaleza.
De pronto un movimiento brusco del transporte rompe el momento de ensueño, abro los ojos y la mirada choca con las grises batas de la maquiladora.
Vuelvo a cerrar los ojos y retomo los recuerdos, ya es trece de septiembre por la noche y en el balcón central del Palacio Municipal, Sarita Barreto, la más bella de las flores, nos lanza besos con sus manos mientras aplaudimos frenéticamente y estiramos el cuello para verla mejor.
En eso una terrible peste interrumpe el momento de antaño y al ver por la ventanilla me topo con una batanga cargada de puercos, no menos de cien.
Los pasajeros no hallamos qué hacer, las empleadas de la maquiladora cubren su nariz con el hombro en un intento desesperado por depurar un poco el aire que respiran.
La señora que va en el asiento de enseguida me dice: “no lo dude que así nos van a llevar todo el camino, a estos marranos los llevan al matadero, al frigorífico del Sur de la ciudad, deberían de transportarlos por la noche cuando casi no hay tráfico”. Con resignación me doy cuenta que todavía nos falta mucho, más de la mitad del camino.
Y efectivamente, así nos fuimos durante casi una hora, casi una hora en que a veces nosotros rebasábamos a los puercos y otras ellos nos rebasaban a nosotros, nos veían y los veíamos, tuvimos que cerrar las ventanas porque luego el mismo viento nos enviaba partículas y babas inmundas.
Llegué a mi destino y mientras respiraba a bocanadas el aire que aunque caliente estaba limpio, inicié mis pasos pensando en los tiempos que cambian: las flores del ejido de ayer y las flores de la maquiladora de ahora, y la mirada de los cerdos, como si presintieran su final que se acercaba.
*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador