El color de las amapas: El rincón de Guadalupe, Un encuentro con Dios en las montañas
Por Ignacio Lagarda Lagarda
Siempre quise conocer el Rincón de Guadalupe. Escuché hablar de ese lugar siendo apenas un niño, cuando en 1967, el inolvidable obispo de Sonora Juan Fortino Navarrete y Guerrero llegó a San Bernardo, el pueblo donde nací, para confirmar a cuanto adolescente de la comarca fuera posible.
Durante su visita, el obispo se instaló en casa de mi abuela, donde fue atendido con las mejores viandas, manteles y ropa de cama. Recuerdo que, para honrar a tan ilustre visitante, mis tías seleccionaron las gallinas más gordas del corral, que luego cocinaron en un horno de leña, acompañadas de sopa de arroz.
Cuando el obispo se fue, después de haber cumplido con el ritual de su visita, mi madre nos contó la historia de aquel sacerdote heroico. Nos dijo que siendo joven, por allá en los años treinta, el hombre había permanecido huyendo como guerrillero por la sierra de Sonora, escondiéndose de la implacable persecución religiosa del gobierno revolucionario de aquellos años. Había vivido en ranchos abandonados, montes al descubierto y cuevas de la sierra, por cierto, una de ellas muy famosa, a la que bautizó como Los Ciriales, porque cuando el ejército la encontró, la quemó con todo y lo que había en ella, salvándose solamente el sacerdote y sus seguidores, porque lograron escapar unas cuantas horas antes de que los soldados llegaran.
Durante todo ese tiempo, el obispo se hizo acompañar por sus fieles sacerdotes y un grupo de jóvenes seminaristas, a quienes, a salto de mata, enseñaba y formaba como sacerdotes, dándose el lujo de ordenar a dos de ellos, allá en lo alto de las montañas.
Cuando la persecución cesó en 1937, el obispo pudo regresar a Hermosillo, retomar la sede episcopal y refundar el Seminario Conciliar en un predio localizado junto al río Sonora llamado La Parcela.
Para 1944, cuando el Seminario La Parcela funcionaba con toda normalidad y la población de estudiantes ya llegaba a los cincuenta seminaristas, el obispo pensó que era necesario que los jóvenes contaran con un lugar cómodo donde pasar las vacaciones de verano, en otro ambiente, alejados del intenso calor hermosillense, donde pudieran disfrutar del clima, enfrentar la naturaleza, hacer ejercicios de integración comunal, trabajo físico, lecturas, meditación y reflexión en la soledad, para prepararse para su futura vida sacerdotal.
Para lograr su propósito, el obispo le pidió al padre Jesús Noriega Trujillo que le consiguiera un lugar localizado entre los pinos en la sierra alta de Sonora, donde pudiera construir aquel lugar de retiro.
El padre Noriega, a quien desde sus tiempos en el Seminario apodaban “El Coyote”, por su conducta montaraz, era originario de Huásabas y había sido uno de los antiguos alumnos que acompañó al obispo durante la persecución y que por ésos años ejercía como párroco de la iglesia de San Isidro Labrador, en Granados.
El padre Noriega acostumbraba a salir sólo de cacería por la sierra, cargando únicamente un rifle y una bolsa de sal. Sobrevivía durante días en los bosques de las cordilleras de la sierra viviendo exclusivamente de lo que cazaba y recolectaba. Conocía cada rincón de las montañas como la palma de sus manos, pues la había recorrido por años acompañando a su obispo y en 1935 anduvo por la sierra encabezando a un grupo de militantes cristeros.
Así fue como murió en 1968, en una de sus correrías por el rumbo del rancho Pinos Altos, al este de Nácori Chico. De pronto, al pié de un enorme peñasco, sintió los inequívocos dolores de un infarto, se recostó como pudo bajo un encino y soltó tres tiros de su rifle, pensando que los escucharían los vaqueros desde el rancho, se tomó unas pastillas para sus males del corazón y se quedó esperando serenamente la llegada de la muerte. Lo encontraron tres días después en estado incorrupto.
Tres meses más tarde de que el obispo le pidiera un lugar para construir su refugio veraniego, Noriega le informó que había encontrado una cañada arriba del rancho Agua Nueva, con un aguaje perenne que no se secaba ni en los peores días de la temporada de secas, donde también había un arroyo cercano que formaba un enorme bacerán, donde los muchachos podrían practicar la natación en aguas naturales.
El 14 de mayo de 1945, veinticinco jóvenes seminaristas, acompañados por su obispo, emprendieron el viaje rumbo a la sierra, montados en un troque de redilas, para pasar el verano construyendo su refugio veraniego en aquel lugar prodigioso que El Coyote había conseguido. Después de un largo y penoso viaje, llegaron al anochecer a Granados, donde fueron recibidos y acogidos en las casas de los lugareños y apenas a tiempo para encabezar los festejos del santo de los agricultores.
El día siguiente, lo dedicaron a festejar el día del santo patrono de Granados con misas y festividades diversas.
El 16 de mayo en la madrugada, todos los seminaristas a pie, cargando en sus espaldas y en mulas las provisiones, arreos y herramientas de construcción, emprendieron la subida de la sierra rumbo a Bacadéhuachi, a donde llegaron al pardear la tarde.
La madrugada del 17 de mayo, guiados por el padre Noriega, los muchachos siguieron su camino adentrándose por los cordones de la sierra en los terrenos del rancho Agua Nueva, hasta llegar al atardecer a aquel paradisíaco lugar perdido entre las montañas.
Antes de empezar los trabajos, el obispo Navarrete convocó a los seminaristas a ponerle nombre al paradisíaco lugar y Antonio Magallanes Márquez, un ferviente devoto guadalupano, propuso el nombre de El Rincón de Guadalupe, que fue aprobado por unanimidad.
Los estudiantes pasaron cuatro meses de aquel año nivelando el terreno, haciendo adobes, aserrando madera o elaborando tabletas para los techos de las edificaciones. Mientras las casas estaban listas para ser ocupadas, los muchachos construyeron una especie de trincheras para soldados, que rellenaban con ramas de pino que les servían de colchón y para mitigar el frío durante las noches.
Construyeron dos enormes dormitorios con una capilla al centro, un horno para panadería, cocina, comedor, despensa, cuarto para el obispo, cuarto de visitas y, en el segundo piso, la biblioteca. También construyeron talleres de mecánica, talabartería, carpintería, imprenta, encuadernación y un telar.
Con unos tubos galvanizados que confiscaron de una mina abandonada, construyeron un acueducto desde al aguaje para abastecer de agua a todo el complejo. Plantaron árboles de manzana, peras, duraznos y ciruelos.
La comida les llegaba en burros desde Granados y cuando no la tenían a tiempo recolectaban lo que podían para alimentarse, o Porfirio, un indio que acompañó al obispo durante la persecución, cazaba un venado o un guajolote y los asaban y comían únicamente con sal.
El obispo comisionó al seminarista Pedro Villegas hacerse cargo el sólo de la construcción de los corrales con postes de encino bellotero. Él mismo salía a las laderas de las montañas, tumbaba con el hacha el árbol, aserraba los postes y a lomo los acarreaba hasta el lugar donde enterrarlos. A los tres días, los hombros ya los tenía ensangrentados.
Pero no todo era sufrimiento en aquel lugar. En su día de descanso, los jóvenes pasaban el día recorriendo las veredas de la sierra reconociendo el territorio y nadando en aquel hermoso bacerán de aguas cristalinas, al que bautizaron con el nombre de la alberca semiolímpica.
A los estudiantes, aquellos meses les dejaron muy buenos recuerdos. Comprendían el esfuerzo como parte de la formación y lo gozaban a plenitud y, además, aquellos meses sirvieron como una criba entre los estudiantes: los que no aguantaron el esfuerzo, tronaron, a algunos los bajaron en parihuela, enfermos y agotados, y nunca más volvieron.
Aquello era como una especie de formación militar, en la que Navarrete los sometía a la disciplina del cuerpo y del espíritu. Todo era parte de la formación ignaciana que él había conocido en Roma y que quería transmitir a sus alumnos.
Finalmente, en octubre de 1946 las instalaciones quedaron terminadas y a partir de entonces, todos los veranos, los estudiantes del Seminario Conciliar viajaban hasta aquel paradisíaco lugar a recibir una buena dosis de formación física y espiritual.
El Rincón de Guadalupe fue utilizado por muchos años como el retiro veraniego obligatorio de los seminaristas, pero hoy en día ya no forma parte de ese proceso de formación sacerdotal.
Actualmente, el Rincón de Guadalupe sigue siendo administrado por la Arquidiócesis de Hermosillo, se encuentra resguardado por un vaquero, pero los árboles frutales envejecieron y ya dejaron de producir y regularmente es utilizado por grupos de feligreses que viajan al lugar en plan de vacaciones o retiros espirituales. Desgraciadamente, algunos otros lo utilizan como campamento en sus viajes de aventura en cuatrimotos por la sierra y lo depredan indiscriminadamente.
El rancho se encuentra algo deteriorado y parece que nadie ha mostrado interés en conservar tan importante sitio histórico, no solo para la iglesia de Sonora sino para la historia del estado en general.
En estos días en que me encuentro escribiendo un libro sobre la vida de uno de aquellos seminaristas que trabajaron en su construcción, el deseo de conocer el rancho se convirtió en una necesidad de trabajo.
Aprovechando la disponibilidad del editor Enrique Yescas por rescatar los valores rurales de nuestra geografía y de la amabilidad de mi amigo huasabense Juan Crisóstomo Fimbres Moreno, tuve la oportunidad de conocer el Rincón de Guadalupe y gozar del clima y la belleza del rancho, lo que incluyó una torrencial lluvia de dimensiones bíblicas acompañada de una intensa granizada que cubrió el suelo de un manto blanco, una fresca caminata matutina, un paseo por las veredas de la sierra tomando fotografías y un frío remojón en una llovizna tardía, atemperado con un té de limón silvestre.
*Ignacio Lagarda Lagarda. Geólogo, maestro en ingeniería y en administración púbica. Historiador y escritor aficionado, ex presidente de la Sociedad Sonorense de Historia.
Buenas noches amigo Lagarda, he leido parte de su obra, El Rincon de las Amapas, me trae recuerdos de una parte de mi adolecencia, esa region de la sierra de Alamos, fue en un tiempo el centro de trabajo de mi padre, recorria las rancherias y pueblos comprando cerdos, chivas, gallinas, mulas y caballos viejos, y si, me toco conocer de vista a Don Hermenegildo Saenz, recuerdo que platicaba con mi papa igual que Don Felipe Lugo, quien decia creo que tenia sus hijos estudiando fuera, recuerdo que en esos años era yo un adolecente citadino (viviamos en Obregon) de pelo largo y jamas se me olvida el comentario que Don Felipe Lugo le hacia a mi papa con respecto a lo largo de mi pelo (Jose quitale ese habito a este muchacho), enohora buena Sr. Lagarda.