Mamborock: Pelota y carcajada
Por Carlos Sánchez
A veces creo conocer el interior del mar. Lo encuentro lúgubre e iluminado. Por momentos cálido, otras veces frío y de terror.
Lo aprendo siempre misterioso. Con sus muchas especies, la comunicación entre ellas. La protección de uno contra el otro. El más grande sobre el más chico. Aguas.
Corría tras la pelota, sobre la playa. Estaba todavía muy chico, unos ocho o nueve años, a lo más. Traía puesto mi sombrero de lana, los huaraches de baqueta y el pantalón de mezclilla que me cortó la abuela precisamente para llevarme a la mar.
Corría con la felicidad encendida en los ojos. De pronto lo miré golpearse con la pelota. Era así, inmenso, de color naranja y con unas tenazas que le salían detrás de la cara. Se detuvo cuando vio que yo iba por la esfera. Se me quedó viendo. Nadie me ha creído, pero clarito recuerdo que me dijo: “Detente, este mundo es mío, no me lo quitarás”.
Me quedé estático, no podía moverme. El animal gesticulaba y pronunciaba palabras que no alcancé a escuchar. Su cara era de pocos amigos. Lo miré irse, iba golpeando la pelota con sus tenazas, a intervalos volvía la cara hacia mí, como para vigilar que yo no intentara acercarme.
Lo miré introducirse en el agua, pero antes atravesó la playa, con un rictus dubitativo, como si algo temiera. Ya en el interior del mar pude ver cómo un grupo de animalitos de su misma especie, se le acercaban. Por el tamaño de éstos supuse que podrían ser sus hijos.
No perdieron tiempo, pronto hicieron una rueda, me senté en la playa a contemplar cómo uno a uno golpeaba la pelota. El de las tenazas más grandes organizaba las secuencias del orden de la esfera. Resultaron ser expertos. De pronto, encima de la mar, con la pelota en movimiento construían figuras espectaculares.
Yo no hacía más que mirar, sonreír, enojarme a veces, luego se me pasaba la molestia de haber perdido mi pelota, reflexionaba y me decía: bueno, ellos son más y la esfera está muy bien utilizada. Mi diversión al irlos mirando no tenía precio.
El movimiento de la esfera me hipnotizó, me extravié en la alucinación de rombos y rectángulos, cuadros y equiláteros sobre el viento.
Desperté con mis ojos hacia el cielo, su color describía ya la tarde: naranja, como el color del animal que me había despojado de mi pelota.
Levanté el dorso, no podía despegarme de la arena de manera intempestiva, como yo lo deseaba. Una fuerza como imán me mantenía sujeto a la arena.
Volví la vista al mar y encontré a la familia de animales naranjas haciendo una fila, en dirección hacia mí. Por más que indago en el recuerdo, no encuentro un momento de temor, toda mi reacción se volcó hacia la felicidad. Debe ser que sus caras eran lúdicas, y hacían con sus cuerpos movimientos espectaculares. Ya para ese momento la esfera no estaba más con ellos.
No sé cuánto tiempo pasó entre verlos y sentir el color de la noche sobre la mar. Tampoco recuerdo cómo ni cuándo me levanté de la arena. Sólo sé que al ir caminando, apenas unos pasos, la pelota estaba allí.
La tomé y sentí una emoción distinta. La textura de la esfera se convertía en caricia para mis manos. La froté por mi cabeza, por mi rostro, al irla sintiendo una carcajada desencadenaba desde mis labios y me recorría el interior.
Esa carcajada es uno de los momentos más preciados en mi vida. La pelota, no sé dónde la extravié.
*Este cuento forma parte del libro Beber el olvido, escrito en coautoría por Miguel Ángel Avilés, Jeff Durango y Carlos Sánchez.