Basura celeste: Encontrar la verdadera curiosidad
Por Ricardo Solís
Hace poco, sostuve una charla con un joven aspirante a escritor –de apenas 17 años de edad, pero con una impresionante seguridad en sí mismo– que me aseguró contar ya con una novela “casi” terminada y, cuando me contó de qué trataba, su historia me resulto sospechosamente similar a una película reciente; sin embargo, cuando le comenté el hecho, me dijo que no conocía la cinta referida y defendió con vehemencia la “originalidad” de su trabajo.
No dudo de la honestidad del muchacho, claro. Con todo, la referencia que le hice (tratándose de un largometraje estadunidense protagonizado por conocidos actores y actrices) debió conocerla si en verdad su ambición es convertirse en un narrador que consiga rebasar la medianía. Ahora, al preguntarle por sus lecturas, respondió con aplomo que no frecuentaba los libros, ni siquiera en versiones digitalizadas, que lo poco que consultaba lo hacía a través de su teléfono, aunque jamás fueran textos extensos (mucho menos literarios) pues –sostuvo con firmeza– era poseedor de una “gran habilidad” para la descripción y el detalle.
Ojo: no descreo del talento que el chamaco dice poseer. Mi desconfianza radica en que admite que no lee y que no lo juzga necesario. Nada tiene esto que ver con que sea o no un millenial (lo que sea que eso signifique), los hay que aprovechan sus gadgets y dispositivos novedosos para, precisamente, leer; lo que me pasma y deja helado es la soltura con que se considera a la lectura como una actividad que puede dejarse de lado y, sobre todo, cuando se persigue ser un escritor.
Es cierto que nací en otra era, una muy distinta a la actual y que jamás habrá de repetirse; a pesar de ello, no se me ocurriría nunca la posibilidad de que alguien se convierta en un narrador o un poeta por obra exclusiva de un talento sobrenatural. Entiendo que aspirantes a escritores deben sobrar y en nada me opongo a que así sea; lo que creo es que no llegaran a ser todo lo bueno que suponen que son si no dedican buena parte de su tiempo a leer (y a hacerlo por placer, que es todavía más raro y complicado).
Meses atrás –recuerdo al pensar en este aspirante a escritor– revisaba una historia del correo escrita por Simon Garfield, un texto donde repasaba las numerosas cartas y lecturas de Emily Dickinson, la célebre poeta norteamericana del siglo XIX que no solo es conocida por su escritura sino por prácticamente no salir de su casa durante la vida adulta, lo que no fue impedimento para que fuera una lectora voraz que, a través del intercambio epistolar y las revistas de su época, buscaba mantenerse “actualizada” en cuanto a las novedades de su tiempo (se sabe que tuvo conocimiento de la obra de Whitman, pero no lo leyó porque los comentarios que recibió de su trabajo le hicieron pensar que sería un despropósito hacerlo).
Confío en que este joven de quien hablo tiene todo el tiempo del mundo por delante para darse cuenta de su error. Su caso no es único ni excepcional, estoy seguro, y sospecho que los maestros de secundaria y preparatoria se enfrentan a un reto descomunal cuando se trata de promover la lectura entre sus alumnos. Como en el caso de Dickinson, nada nos impide leer, las cosas están a nuestro alcance, la clave es cómo dar con aquello que despierte nuestra verdadera curiosidad.
Ricardo Solís (Navojoa, Sonora, 1970). Realizó estudios de Derecho y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Ha colaborado en distintos medios locales y nacionales. Ganador de diferentes premios nacionales de poesía y autor de algunos poemarios. Fue reportero de la sección Cultura para La Jornada Jalisco y El Informador. Actualmente trabaja para el gobierno municipal de Zapopan.
Igual me sucedió, mi estimado. El ganador de novela me sorprendió con supina ignorancia. También la curiosidad está en vías de extinción. Abrazos fraternos.