viernes, noviembre 22, 2024
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La Perinola: Sobre el oficio de escribir poemas III

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Por Álex Ramírez-Arballo
A diferencia de la filosofía, la poesía tiene el poder de hacernos participar creativamente del misterio del Ser. Al escribir un poema abandonamos nuestro carácter de funcionarios de la vida, siempre al servicio de un sistema que nos trasciende y oprime, y nos entregamos a los placeres luminosos de la gratuidad. La filosofía entiende que el Ser es un problema y que, por tanto, precisa de una solución; la poesía, en cambio, asume el Ser como misterio y los misterios –se sabe- no se resuelven, se viven.

En el contexto actual en el que un mercantilismo desbocado somete toda acción humana a las despiadadas leyes del lucro radical, escribir poesía, vivirla desde la participación activa del lector o convocarla en la página con la hermosa fe de los poetas, encierra una belleza rebelde que recubre de dignidad a la persona. Quiero decir que el acto poético nos separa de la servidumbre impuesta y nos vuelve únicos, irrepetibles y ajenos a los límites de nuestro “deber ser” como parte del código (antiguamente se decía engranaje: una metáfora netamente industrial) que mantiene funcionando el sistema. No es gratuito que la poesía sea considerada la “cenicienta de las artes”, una actividad tan ociosa que no merece la pena ser considerada en serio; pensemos en las representaciones afectadas y cursilísimas que los grandes surtidores mediáticos hacen de ella. Saben muy bien que una persona consciente del poder poético es una persona, por regla general, consciente de su libertad.




Conviene aclarar un poco un término mencionado anteriormente: misterio. Es un concepto manipulado torpemente por quienes invocan un conocimiento esotérico; por otro lado, el misterio tiende, entre unos cuantos seres piadosos, a relacionarse con la revelación. Resulta claro que el misterio del que yo hablo aquí no tiene nada que ver con ninguna de estas dos orillas.

El misterio es encarnación. Somos porque estamos y porque nos movemos en determinada dirección, es decir, con un derrotero explícito. Somos peregrinos y poseemos un apetito enorme por testimoniar nuestro viaje; no es casualidad que con la llegada del internet, los usuarios hayan corrido a confirmar en primera persona su existencia: selfies, blogs, frases de pretendida hondura y crónicas que se hacen desde el escenario mismo de lo cotidiano. Ahí donde hay una página en blanco, ahí aparecerá la mano del hombre para dejar una marca que quiere ser única, irrepetible, personal.

Ser es el misterio, y es siempre misterio concreto. Aquí y ahora se encuentran oficiando los rituales del desenmascaramiento: estoy solo en mi oficina, escucho el sonido del calefactor bajo mis pies y afuera el silencio de un día de seis grados bajo cero se dibuja con colores grises y dorados a través del amplio ventanal. Todos los mundos son este mundo y el Ser ha dejado claramente de ser un enigma matemático para convertirse en una realidad vital, fisiológica y verbal, en donde se han condensado los límites de esta voz que aquí afirma: yo soy. Apenas me confirmo, el eco se disipa y abre paso a una corriente de pensamiento que no pretendo domeñar de ningún modo: no soy un rector del lenguaje, sino, acaso, su primer testigo. No obedezco ahora mismo más ley que la dulce ley de los deseos.




Al participar de la poesía recuperamos el universo del sentido. El poema se dirige siempre hacia alguna parte y con él vamos nosotros: lectores u oficiantes. No solo recuperamos un sentido en cuanto rumbo sino también en cuanto a sensaciones: la poesía reordena nuestra capacidad de dialogar con la vida; más allá de la orquestada sinfonía de conmociones propuestas por un mundo organizado como sistema de hiperconsumo, el poema nos fuerza a lo sutil, abriendo contra la pantalla de nuestra percepción un universo de posibilidades sensuales no incluidas en el catálogo de lo cotidiano. La excepcionalidad del poema es extrañeza original y vuelta al tiempo de los descubrimientos; todo lector de poema habrá de encontrar en algún momento, en el fondo de la página, un aire de familia, un déjà vu o un vértigo que lo habrá de transformar para siempre. No es extraño que sea así, se ha visto por vez primera a sí mismo: el poema no dice lo que dice, el poema toma la forma del quien activamente lo contempla.

La poesía es, pues, libertad. Gracias al acto poético somos creadores y partícipes de nuestro destino; somos también agentes de una rebeldía crítica que busca desmontar los mecanismos ubicuos de una autoridad igualmente omnipresente (aunque mimetizada siempre) que nos arrebata el poder más grande que todo ser humano posee por el simple hecho de haber encarnado, el poder de arrojarnos a la vida, el poder de dejarnos vivir a secas. Una de las características más evidentes de la ultramodernidad es la aceleración del tiempo. La poesía es pausa y distancia, marginación voluntaria de esa inercia de locos que nos impulsa a la velocidad de la luz hacia ese punto convergente, el de nuestra propia disolución. No hay enemigo mayor de los oscuros profetas del marketing que la persona, porque esta encierra la conciencia y esta conciencia es siempre posibilidad de insubordinación. Hoy en día no existe función social más ampliamente aceptada que la del consumidor; es necesario que el ser humano se encuentre vacío para que sienta una imperiosa necesidad de irse llenando a golpes de tarjeta de crédito. Como los adictos a las drogas, el ser-consumidor necesita la experiencia del consumo como cura momentánea a su ansiedad endógena. ¿Qué es lo que lo aterra? La falta de sentido, la imperiosa obligación de morir sin haber vivido. La poesía, no me cansaré de decirlo nunca, además de iluminar el camino, es un acto de redención. Superamos la muerte funcional y recuperamos la condición de seres análogos del mundo: podemos aspirar a ese diálogo secreto con todo lo que nos rodea y que es la única manera de saciar nuestros naturales apetitos de comunión total.

El poema es puente entre el no ser y el ser definitivo: al co-crear el poema nos volvemos señores de nuestro tiempo, autoridad absoluta de nuestra existencia.




 

Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com


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