domingo, noviembre 24, 2024
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Basura celeste: El Dostoyevski de J. M. Coetzee

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Por Ricardo Solís
Alguna vez, años atrás, me dio un poco de felicidad saber que se le otorgaba el Premio Nobel de Literatura (en 2003) al autor surafricano James Maxwell Coetzee, un narrador de quien se tenía noticia en lengua inglesa pero del cual, en México, se hablaba poco (aunque Carlos Fuentes ya se había declarado admirador suyo), a pesar de que unas cuantas de sus novelas circulaban con decencia y se le había traducido al español desde finales de los ochenta.

Hoy día, poco puede añadirse a la larga lista de comentarios elogiosos que la obra de Coetzee sigue ganando, pero evoqué aquel premio de hace quince años porque fue entonces que pude comprar (y leer) una edición de bolsillo de El maestro de Petersburgo (1994), una novela que a la distancia me ha parecido ahora –en la gratificante relectura– más descarnada y menos semejante al resto de sus historias.




Por supuesto, para quienes recuerdan la anécdota principal, el sudafricano hace una “recreación” de un viaje que realiza –en 1869– el escritor ruso Fiodor Dostoyevski a San Petersburgo, con el propósito de recuperar las pertenencias de su hijastro que, se nos dice, ha muerto en circunstancias poco claras. Ahora, sabemos que es ficción porque el verdadero hijastro del Dostoyevski real vivió más que él y, además, el autor de Los hermanos Karamazov o no viajó ese año a dicha ciudad; con todo, lo que se desprende de esta reinvención biográfica es el interés de Coetzee por acercarse al tópico de la pérdida, haciendo que su personaje se instale en la misma habitación donde vivió el hijastro, vista su ropa, conozca a quienes vivieron a su alrededor en sus últimos días, busque recobrar los papeles que dejó y descubra, después de todo, aquello que siempre ignoró sobre el muchacho y sobre sí mismo.

Como suele suceder con las novelas de Coetzee, el ritmo marca la sucesión de las acciones y los personajes (sobre todo los femeninos), aunque la perspectiva que domine sea la de “este” Dostoyevski, inciden para que se modifique el punto de vista, algo que en El maestro de Petersburgo ocurre de forma sucesiva, transformando al protagonista conforme pasa el tiempo y los sucesos le golpean donde más puede resentirlo: la memoria, el deseo, la familia, su propia obra, el oficio, su salud y su idea de sí mismo.




Al final, lo que marca la tan ficticia como dolorosa relación de “este” Dostoyevski con su hijastro Pavel es justamente el legado escrito de este último (cartas, relatos, un breve diario), el remanente innegable de una voz que supuso familiar y descubre distante, víctima de una traición que comete sin que el recuerdo le ayude a asumir sus consecuencias; de esta forma, aunque se debata entre distintas posibilidades, lo que descubre le deja (después de todo) la certeza incómoda de que “sabe a hiel”.

Recuerdo que hace tres lustros la novela me pareció dura y difícil; en este momento, si bien mantiene dichas características, también creo entrever que Coetzee buscó “humanizar” a Dostoyevski al confrontarlo con una situación improbable para la realidad, pero no para la literatura, a la manera del espejo que imaginó Lewis Carroll (dentro del cual podemos ser nosotros mismos pero en un entorno diferente, bajo el imperio de un tiempo distinto).




 

Ricardo Solís (Navojoa, Sonora, 1970). Realizó estudios de Derecho y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Ha colaborado en distintos medios locales y nacionales. Ganador de diferentes premios nacionales de poesía y autor de algunos poemarios. Fue reportero de la sección Cultura para La Jornada Jalisco y El Informador. Actualmente trabaja para el gobierno municipal de Zapopan.


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